lunes, 15 de septiembre de 2008

El hombre y la Cultura - Lic. Gerardo Medina

El hombre y la cultura


¿Qué es la cultura? ¿Cuándo podemos decir que una persona es culta? Mucho se ha dicho al respecto. Sabido es que nuestra época se caracteriza, entre otras cosas, por un desesperado relativismo: todo es igual, nada es mejor ... como dice el tango. En esta fosa ha caído también el concepto de cultura: para la mentalidad actual todo es cultura y entonces se la define como ‘todo lo que el hombre hace’; somos todos cultos, cada uno tiene su cultura y todo da lo mismo (pluriculturalismo).


Pero lo cierto es que en medio de todas las nociones que aparecen en el escenario del debate actual, muchas de ellas se apoyan sobre el fondo de un concepto más o menos elaborado de lo que es el ser humano que lo elevan o lo degradan. El relativismo es sólo una temblorosa máscara para no probar las ideas en el crisol de la verdad. Vayamos pues a nuestra noción: la cultura es el modo propio de perfección de la persona humana en esta vida. Decimos esta vida, porque la perfección última la alcanza el hombre en la otra vida, es decir, en la unión con Dios definitiva, en la Vida Eterna. La cultura es necesaria al hombre porque es espíritu y cuerpo - ambas cosas - unidas en una única sustancia: la persona humana. Sólo el hombre, entre todas las creaturas, es quien necesita y hace cultura; ésta aparece a partir de la acción del hombre en las cosas y en sí mismo cuando alcanza, mediante esas acciones, a orientarlo todo hacia la perfección de su espíritu.


Para que haya cultura es necesaria la toma de distancia del espíritu respecto de las cosas, la serenidad de la actividad superior que descubre y transita las realidades trascendentes. La cultura aparece entonces como camino del obrar humano en el progreso de la verdad, del bien, de la belleza, hacia lo absoluto del ser, finalmente hacia Dios mismo; y surgen las obras de la cultura: ciencia, arte, gimnasia, música, poesía, filosofía...; y se forjan en el alma los hábitos propios de la cultura: el arte, la sabiduría, las ciencias, la prudencia... El hombre culto puede ir proyectando estos valores en lo social, y así la civilización es irradiada desde la perfección de la cultura. De lo contrario, todo el accionar del hombre queda en el mero plano de lo fáctico, técnico, mejor o peor logrado, pero carente de sentido último.


Se entiende así que no todo lo que el hombre hace es cultura, sino sólo aquello que le eleva por encima de la ‘supervivencia’ física, es decir, de la lucha por el alimento, el vestido, la casa. Todo esto aún, puede ingresar en la perfección de la cultura sólo cuando participa de lo espiritual, es decir, de la Verdad, de la Belleza... de la tensión del alma hacia Dios. Estamos ante un concepto ‘metafísico’ de cultura, que permite salir del pluriculturalismo: una cultura será más perfecta cuanto mayor sea la elevación sobre el mero nivel de las conquistas materiales. También permite entender por qué todas las culturas genuinas que ha dado la humanidad en su historia han buscado un centro religioso: porque el espíritu se tensiona hacia la Trascendencia, a superar los ciclos cósmicos y la sensación fatalista de las leyes. Y también permite entender por qué la Fe Católica le da a la cultura una definitiva y eficaz realización: la Gracia o don de Dios hace al hombre sobrehumano, partícipe de la vida íntima de Dios, y le tensiona desde arriba con la fuerza de la Fe, la Esperanza y el Amor teologales. En el hombre culto católico, la Revelación ilumina a la inteligencia, la Esperanza esjatológica de la Vida Eterna le llena de alegría auténtica y el poderosísimo vínculo de la Caridad le une con Dios. La Iglesia está expectante respecto de la cultura, pone su empeño en ella, aprueba todo lo bueno que el hombre hace, y confía en que la vida del Espíritu dará una nueva primavera en la que el vigor de la doctrina y la santidad cristianas producirán frutos para una nueva cultura en la que se pueda expresar la Trascendencia que nos ha traído el Verbo Encarnado. “Una fe que no se vuelve cultura es una fe no plenamente acogida, no íntegramente pensada, no fielmente entendida”[1].


Lic. Gerardo Medina


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[1] Juan Pablo II. Carta de fundación del Consejo Pontificio para la Cultura (20-V-1982).

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