martes, 16 de septiembre de 2008

La inteligencia al servicio de Cristo Rey - Étienne Gilson


La inteligencia al servicio de Cristo Rey

Étienne Gilson (1884-1978).


«No améis el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo no está en él la caridad del Padre. Porque todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida, no viene del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa y también sus concupiscencias; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.» Bossuet recuerda estas palabras de la primera Epístola de Juan, al final de su Tratado de la concupiscencia, y les añade este breve, pero expresivo comentario: «las últimas palabras de este apóstol nos muestran que el mundo del que Juan habla, es aquel que prefiere las cosas visibles y pasajeras y eternas. » Permitidme añadir a mi vez únicamente que si llegamos a entender el significado de esta definición, el enorme problema que tenemos que examinar juntos se resolverá por sí mismo.

Estamos en el mundo; tanto si nos gusta como si no, es un hecho, y el estar o deja de estar en él no depende de nosotros; sin embargo, nosotros no tenemos que ser del mundo. ¿Cómo es posible estar en el mundo sin ser de él? Este es el problema que ha obsesionado la conciencia cristiana desde la fundación de la Iglesia, y que se muestra especialmente intenso y grave para nuestra inteligencia. Es verdad que la vida cristiana nos ofrece una solución radical a esta dificultad: dejar el mundo, renunciar del todo a él refugiándonos en la vida monástica. Pero en primer lugar los estados de perfección serán siempre el patrimonio de una «élite»; y lo que es aún más importante, los mismos «perfectos» huyen del mundo para salvarle salvándose a sí mismos, y es un hecho observable que el mundo no siempre quiere que le salven. Entre nosotros siempre habrá almas deseosas de huir del mundo, pero no es seguro, ni mucho menos, que el mundo les permitirá siempre huir de él; pues el mundo no sólo se afirma a sí mismo, sino que incluso no quiere admitir que alguien renuncie a él. Esta es la ofensa más cruel que le puede ser infligida. Ahora bien, el uso cristiano de la inteligencia es una ofensa de esta misma clase, y quizá entre todas ellas la que le hiere más profundamente; ya que cuanto más se da cuenta de que la inteligencia es lo más elevado del hombre, tanto más se desea arrogarse su homenaje y someterla sólo a sí mismo. El primer deber intelectual del cristiano es negarle este homenaje. ¿Por qué y cómo? Esto es precisamente lo que hemos de descubrir.

La eterna protesta del mundo contra los cristianos es que le desprecian, y que al despreciarle entienden mal lo que constituye el propio valor de su naturaleza: su bondad, su belleza y su inteligibilidad. Esto explica los incesantes reproches dirigidos contra nosotros en nombre de la filosofía, la historia y la ciencia: el Cristianismo rehúsa tomar en consideración al hombre entero, y con el pretexto de hacerlo mejor, lo mutila obligándole a cerrar los ojos a cosas que constituyen la excelencia de la naturaleza y de la vida, a entender mal el progreso de la sociedad a lo largo de la historia y a considerar sospechosa la ciencia que progresivamente va descubriendo las leyes de la naturaleza y de las sociedades. Estos reproches que tan repetidamente nos han sido hechos, no son ya tan conocidos que dejan de interesarnos; no obstante es nuestro deber no dejar nunca de responder a ellos, y sobre todo no perder de vista lo que ha de ser respondido. En efecto, el Cristianismo es una condenación radical del mundo, pero al mismo tiempo una aprobación sin reservas de la naturaleza; pues el mundo no es naturaleza, sino naturaleza que hace su curso sin Dios.

Esto, que con mayor verdad decimos de la naturaleza, lo podemos afirmar con mayor motivo de la inteligencia, que es el remate de la naturaleza. La tarde de la creación Dios miró su trabajo y juzgó, dice la Escritura, que todo aquello era muy bueno. Pero lo mejor de su trabajo fue el hombre, creado a su imagen y semejanza; y si buscamos el fundamento de la semejanza divina, lo encontraremos, dice San Agustín, in mente, en el pensamiento. Sigamos todavía con el mismo doctor: encontramos que esta semejanza está en toda la parte del pensamiento que es, por decirlo así, la cúspide, aquella parte por la cual él concibe la verdad, en contacto con la luz divina, de la que es una especie de reflejo. El destino del hombre según el Cristianismo, es aprehender la verdad aquí abajo, por medio de la inteligencia, aunque sea de modo oscuro y parcial, mientras espera verla en su completo esplendor. Verdaderamente, lejos de despreciar el conocimiento, lo acaricia: intellectum valde ama.

A menos que alguien pretenda conocer mejor que San Agustín lo que es el Cristianismo, no puede echarnos en cara que lo traicionamos o acomodamos a las necesidades de la causa, por seguir el consejo de este santo: ama la inteligencia y ámala mucho. La verdad es que si amamos la inteligencia tanto como nuestros adversarios, y a veces incluso más, no la amamos del mismo modo. Existe un amor de la inteligencia que consiste en dirigirla hacia las cosas visibles y pasajeras: este amor pertenece al mundo. Pero hay otro que consiste en encaminarla hacia lo invisible y eterno: éste pertenece a los cristianos. Es por lo tanto el nuestro; y si lo preferimos al primero, es porque no nos niega nada de lo que el primero nos daría, y aún nos inunda con todo lo que el otro es incapaz de darnos.

El carácter contradictorio de las objeciones que dirigen al Cristianismo, muestra claramente que hay en él algo que sus adversarios no acaban de entender. Pero es también un consuelo para nosotros el notar que sus objeciones permanecen en tales confusiones. Pues le reprochan el poner al hombre en el centro de todo, pero también que menospreciamos su grandeza. Y yo quiero admitir que podemos equivocarnos diciendo una cosa o la otra, pero no afirmando las dos al mismo tiempo. Y lo que es verdad del hombre en general, es verdad de la inteligencia en particular. Yo le permitiría a uno que reprochara a Santo Tomás de Aquino por haber traicionado el espíritu del Cristianismo exaltando indebidamente los derechos de la inteligencia, o que le reprochara por haber traicionado el espíritu de la filosofía exaltando indebidamente los derechos de la fe, pero no puedo entender cómo pudo hacer ambas cosas al mismo tiempo. ¡Qué misterio, por lo tanto debe esconderse en las profundidades del hombre cristiano para que sus pasos más espontáneos y sólidos parezcan tan misteriosos a quienes los observan desde fuera!

Este misterio, ya que se trata realmente de un misterio, es el misterio de Jesucristo. Es suficiente estar informado de lo que es el Cristianismo, aunque sea vagamente, para conocer en qué consiste este misterio. Por la Encarnación Dios se hizo hombre; es decir las dos naturalezas, divina y humana, se encontraron unidas en la persona de Cristo. Lo que no es tan bien conocido para aquellos que se adhieren a este misterio por la fe, es la sorprendente transformación que él introdujo en toda naturaleza y por lo tanto en la manera en que debemos concebirla desde entonces. Mejor sería decir transformaciones sorprendentes, pues este misterio incluye en sí tantos otros, que nadie podría agotar sus consecuencias.

Démonos aquí por satisfechos examinando una de ellas: la que nos conduce directamente al núcleo de nuestro tema. Desde el momento en que la naturaleza humana fue asumida por la naturaleza divina en la persona de Cristo, Dios ya no domina y gobierna la naturaleza únicamente como Dios, sino también como hombre. Si entre todos los hombres hay uno solo que realmente merece el título de Hombre-Dios, ¿cómo puede dejar de ser el jefe y el soberano de todos los otros , dicho más brevemente, su rey? He aquí por qué Cristo no es sólo el soberano espiritual del mundo, sino también su soberano temporal. Pero sabemos por otro lado que la Iglesia es el cuerpo místico, es decir, según la doctrina de San Pablo, los miembros de Cristo; todos los fieles son por lo tanto sacerdotes y reyes en la medida en que son miembros de Cristo. Et quod est amplius, dice Santo Tomás, omnes Christi fideles, in quantum sunt membra ejus, reges et sacerdotes dicuntur. Así pues, desde entonces en todo cristiano hay como una imagen e incluso como una participación de este supremo misterio, la humanidad divinizada por la gracia, revestida en su verdadera miseria por una gracia sacerdotal y real al mismo tiempo, que constituye el misterio del hombre cristiano.

En Pascal tenemos una profundísima interpretación de esta prodigiosa transformación de la naturaleza por la Encarnación; esto es lo que da a su obra la plenitud de su sentido. Que nosotros sólo conocemos a Dios, a través de la persona de Cristo, que era Dios mismo viviendo, hablando y actuando entre nosotros, Dios mostrándose a sí mismo como hombre para ser conocido por los hombre, todo ello es demasiado evidente; pero el gran descubrimiento, o redescubrimiento de Pascal es haber entendido que la Encarnación, al cambiar profundamente la naturaleza del hombre, se ha convertido en el único medio existente para conocer al hombre. Esta verdad aporta un nuevo significado a nuestra naturaleza, a nuestro nacimiento, a nuestro fin. «No sólo» escribió Pascal, «conocemos a Dios únicamente a través de Jesucristo, sino que nosotros mismos sólo nos comprendemos a través de Jesucristo. Entendemos la vida y la muerte sólo a través de Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos ni qué es la vida, ni qué es la muerte, ni qué es Dios, ni qué somos nosotros mismos. »

Apliquemos estos principios al ejercicio de nuestra inteligencia; inmediatamente veremos que la del cristiano, en oposición a una que no conoce a Jesucristo, sabe que ha caído y que ha sido redimida, que es incapaz, por lo tanto, de alcanzar su pleno retorno sin la gracia, y en este sentido, así como la realeza de Cristo domina el orden de la naturaleza y de la sociedad, así domina el orden de la inteligencia. Quizá nosotros, católicos, lo tenemos demasiado olvidado, quizá incluso nunca lo hemos entendido, y si alguna vez ha existido una época que necesite entenderlo, es sin duda la nuestra.

¿Qué nos enseña, en efecto, este misterio con respecto a los límites y naturaleza de la inteligencia?

Al igual que la naturaleza coronada por ella, la inteligencia es buena; pero esto sólo es así si en ella y por ella toda la naturaleza mira hacia su fin, que es conformarse a Dios. Pero al tomarse a sí misma como su propio fin, la inteligencia se ha apartado de Dios apartando consigo la naturaleza, y sólo la gracia puede ayudar a ambas a volver a lo que es realmente su fin, puesto que es su origen. El «mundo» es precisamente esta negativa, que separa a la naturaleza de Dios, a participar en la gracia, y la inteligencia pertenece al mundo en cuanto se une con él rechazando la gracia. La inteligencia que acepta la gracia es la del cristiano. Y es al abandono precisamente de este estado cristiano de la inteligencia, a lo que el mundo, por el odio que siente hacia el, nos empuja a que le acompañemos.

Esto es lo que constituye el auténtico peligro para nosotros. No tenemos dudas acerca de la verdad del Cristianismo; estamos firmemente resueltos a pensar como cristianos; pero ¿sabemos lo que hay que hacer para realizarlo? ¿Conocemos exactamente en que consiste el Cristianismo? Los primeros cristianos lo sabían, porque entonces el Cristianismo estaba muy cerca de sus comienzos, y el enemigo contra el que luchaba no podía permanecer desconocido o malentendido por nadie; era el paganismo, es decir, ignorancia al mismo tiempo del pecado que condena y de la gracia de Jesucristo que redime. Por esto la Iglesia, no sólo entonces sino a través de los siglos, ha recordado especialmente al hombre la corrupción de la naturaleza por el pecado, la debilidad de la razón sin la Revelación y la impotencia de la voluntad para hacer el bien si no es ayudada por la gracia. Cuando San Agustín luchó contra Pelagio, que se llamaba a sí mismo cristiano y como tal se consideraba, el gran doctor luchó en realidad contra un intento del paganismo de restaurar el antiguo naturalismo e introducirlo en el mismo corazón del Cristianismo. El naturalismo del Renacimiento fue otro intento de la misma índole, y aún hoy, estamos en un mundo que se cree naturalmente sano, justo y bueno, porque al haber olvidado el pecado y la gracia considera su corrupción como la regla de su propia naturaleza.

En todo esto no hay nada que el cristiano no pueda e incluso no deba esperar. Sabemos que la lucha del bien contra el mal sólo acabará con el mundo mismo. Lo que es más grave es que el paganismo constantemente puede intentar penetrar dentro del propio Cristianismo, como en tiempo de Pelagio, y que puede conseguirlo. Es un peligro siempre latente para nosotros y que sólo con gran dificultad podemos evitar. Es muy difícil y casi imposible vivir como cristianos, sentir como cristianos y pensar como cristianos en una sociedad que no es cristiana, cuando no vemos, oímos o leemos casi nada que no ofenda o contradiga al Cristianismo; cuando la vida nos da una obligación y la caridad nos impone el deber de no romper visiblemente con las ideas y costumbres que reprobamos. Esta es también la razón por la que continuamente estamos tentados de disminuir o adaptar nuestra verdad, para aminorar la distancia que separa nuestras formas de pensar de las del mundo, o con la esperanza, a veces sincera, de hacer el Cristianismo más aceptable al mundo y así secundar su labor de salvación.

De aquí los errores, la flojera de pensamiento y las componendas contra las que se ha rebelado en todo tiempo el celo de ciertos reformadores. Restaurar la Cristiandad en la pureza de su esencia, fue en efecto la primera intención de Lutero y Calvino; ésta es aún hoy, la del ilustre teólogo calvinista Karl Barth que emplea todos sus esfuerzos en purificar el protestantismo liberal del naturalismo, y en restaurar la Reforma en un respeto incondicional a la palabra de Dios. Todos sabemos cuan enérgicamente persigue su objetivo. Dios habla, dice Barth; el hombre escucha y repite lo que Dios ha dicho. Por desgracia. Desde el momento en que el hombre se pone a sí mismo como intérprete ocurre inevitablemente que: Dios habla, el barthiano escucha y repite lo que Barth ha dicho. He aquí la razón del porqué, si creemos en este nuevo Evangelio, se atribuirá a Dios el haber dicho que desde el primer pecado la naturaleza está tan corrompida que no queda nada de ella, excepto su propia corrupción, un montón de ruina que la gracia aún puede perdonar pero que nada, de aquí en adelante, podría purificar. Así pues para luchar mejor contra el paganismo y el pelagianismo, esta doctrina os invita a desesperar de la naturaleza, a renunciar a todo esfuerzo para salvar la razón y recristianizarla.

Estos dos peligros nos acosan incesantemente y para que nuestro pensamiento se vea libre de todo ataque, a veces nos reducen a un estado de incertidumbre acerca de lo que es o no es cristiano. Olvidamos la regla dorada que determina todas las decisiones y hace desaparecer toda confusión, una regla que debemos tener presente en el pensamiento como la luz que no puede resistir oscuridad alguna. Es que el catolicismo enseña antes que nada la restauración por la gracia de Jesucristo de la naturaleza herida. La restauración de la naturaleza: en primer lugar tiene que haber naturaleza, y ¡de qué valor, ya que es la obra de un Dios que la creó y la volvió a crear adquiriéndola de nuevo a precio de su propia sangre! Así pues la gracia presupone la naturaleza y la excelencia de la naturaleza que viene a sanar y transfigurar.

En su oposición al calvinismo y al luteranismo, la Iglesia se niega a desesperar de la naturaleza, como si el pecado la hubiera corrompido totalmente, sino que se inclina con ternura sobre ella para curar sus llagas y salvarla. El Dios de nuestra Iglesia no es sólo un juez que perdona, sino que es un juez que puede perdonar únicamente porque primero es un médico que cura. Pero si la Iglesia no desespera de la naturaleza, tampoco espera que ésta pueda curarse por sí misma. Así como se opone al desespero del calvinismo, así también se opone a la loca esperanza del naturalismo que busca en la misma enfermedad el principio de su curación. La verdad del Catolicismo no es un punto medio entre dos errores, que participaría de ambos, sino una verdad real, es decir, una cumbre desde la cual es posible descubrir a la vez en qué consisten los errores y qué es lo que determina su naturaleza. Para el calvinista un católico respeta tanto la naturaleza, que no se distingue en nada de un pagano, salvo por una ceguera adicional que aún le lleva a degradar el propio Cristianismo hacia el paganismo. Pero el católico sabe bien que no hay tal; y que es el calvinista quien, confundiendo la naturaleza con el mundo, no puede ya amar a la naturaleza bajo el mundo que la reviste, o, lo que es lo mismo, amar la obra de Dios y odiar, a un tiempo, pecado que la deforma.

Para el pagano, el santo cristiano es un enemigo de la naturaleza, que se lanza furiosamente, en un arrebato de locura, torturarla e incluso a mutilarla; pero el católico sabe perfectamente que castiga la naturaleza sólo por amor a ella: el mal contra el que él lucha ha entrado demasiado profundamente en ella para que pueda ser arrancado sin hacerla sufrir. Así como el calvinista desespera de la naturaleza creyendo desesperar sólo de su corrupción, así el naturalismo pone su esperanza sólo en la corrupción, cuando cree que la está poniendo en la naturaleza. Sólo el Catolicismo sabe exactamente lo que es la naturaleza y lo que es el mundo y lo que es la gracia, pero lo sabe únicamente porque mantiene los ojos fijos en la unión concreta de naturaleza y gracia en el Redentor de la naturaleza, la persona e Jesucristo.

Nuestra norma ha de ser imitar a la Iglesia si deseamos poner nuestra inteligencia al servicio de Cristo Rey. Pues servirle es unir nuestros esfuerzos a los suyos; hacernos, según San Pablo, sus cooperadores, es decir trabajar con Él o permitirle trabajar en y a través de nosotros para la salvación de la inteligencia cegada por el pecado. Pero para trabajar así nos será necesario seguir el ejemplo que Él mismo nos da: liberar la naturaleza que el mundo nos encubre, hacer de la inteligencia el uso al que Dios la destinó al crearla.

Es aquí, me parece, donde debemos volver sobre nosotros mismos y preguntarnos si estamos cumpliendo con nuestro deber, y de modo especial, si lo cumplimos bien. Todos hemos encontrado, sea en la historia, sea a nuestro alrededor, cristianos que afectando una indiferencia, a veces rayana en desprecio, hacia la ciencia, la filosofía y el arte, creen estar rindiendo homenaje a Dios. Pero este desprecio puede expresar una suprema grandeza o una suprema pequeñez. Me gusta oír decir que toda la filosofía no vale una hora de inquietud, cuando el que me lo dice se llama Pascal, es decir un hombre que al mismo tiempo es uno de los más grandes filósofos, uno de los más grandes científicos y uno de los más grandes artistas de todo tiempo. Una persona siempre tiene derecho a desdeñar aquello que ella sobrepasa especialmente si lo que desdeña no es tanto la cosa en sí como el apego excesivo que nos encadena a ella. Pascal nunca despreció ni la ciencia ni la filosofía, pero nunca les perdonó el haberle ocultado el misterio más profundo de la caridad. Tengamos cuidado pues nosotros, que no somos Pascal, en no despreciar lo que quizá nos sobrepasa pues la ciencia es una de las más altas alabanzas de Dios: el entender lo que Dios ha hecho.

Esto no es todo. No importa cuán elevada pueda ser la ciencia, pero está más que claro que Jesucristo no vino a salvar a los hombres por medio de la ciencia o de la filosofía; vino a salvar a todos los hombres, incluso los filósofos y científicos; y aunque estas actividades humanas no con indispensables para la salvación, sin embargo tienen necesidad de ser salvadas como la tiene el orden entero de la naturaleza que la gracia ha venido a reconquistar. Pero es necesario andar con cuidado para no salvarlas movidos por algún celo indiscreto, que, con el pretexto de purificarlas completamente, sólo lo conseguiría con la corrupción de sus esencias. Hay motivos para temer que esta falta se cometa muy a menudo, y esto con la mejor intención del mundo, en vista de lo que ciertos defensores de la fe llaman uso apologético de la ciencia. Una excelente fórmula, sin duda, pero únicamente cuando se sabe no sólo lo que es la ciencia, sino también lo que es la apologética.

Para ser un apologista eficaz, primero es necesario ser un teólogo; incluso llegaría a decir, un excelente teólogo. Esto es más raro de lo que podríamos suponer, lo cual será un escándalo para aquellos que hablan de teología sólo de oídas, o se contentan repitiendo sus fórmulas sin haber tenido tiempo de profundizar en sus significados. Pero si uno quiere hacer una apologética de la ciencia, no es suficiente con que sea un excelente teólogo, ha de ser también un excelente científico. Digo científico adrede, y no simplemente un hombre inteligente y culto, con un barniz m o menos ligero de ciencia. Si uno desea practicar la ciencia por Dios, la primera condición es que la practique por ella misma, o como si la practicara por ella misma, pues este es el único medio para adquirirla. Lo mismo vale para la filosofía. Es engañarse a sí mismo, pensar que se sirve a Dios cogiendo un cierto número de fórmulas que dicen lo que uno sabe que hay que decir, sin entender por qué es verdad lo que dicen. Tampoco se le sirve denunciando errores por muy falsos que puedan ser cuando al mostrarlos ni siquiera se entiende en qué sentido son falsos. Al menos podemos decir que esto no es servirle como un científico o como un filósofo, que es todo lo que por el momento nos interesa demostrar. Y añadiré que lo mismo vale para el arte, pues es necesario poseerlo antes de ponerlo al servicio de Dios. Se nos ha dicho que es la fe la que construyó las catedrales de la Edad Media. Sin duda, pero la fe no hubiese construido nada si no hubiese habido arquitectos, y si es cierto que la fachada de Notre Dame de París es un anhelo de las almas hacia Dios, ello no impide que al mismo tiempo sea una obra geométrica. Es necesario saber geometría para construir una fachada que puede ser un acto de amor.

Católicos que confesamos el valor eminente de la naturaleza porque es obra de Dios, demostremos por lo tanto nuestro respeto por ella implantando como la primera regla de nuestra acción que la piedad nunca prescinde de la técnica, pues la técnica es aquello sin lo cual incluso la más viva piedad es incapaz de usar la naturaleza para Dios. Nadie ni nada obligan al cristiano a ocuparse de la ciencia, del arte o de la filosofía, pues no faltan otros modos de servir a Dios; pero si este es el modo de servir a Dios que ha escogido, el mismo objetivo que se ha propuesto al estudiarlos, le obliga a la excelencia. Está obligado por la misma intención que le guía, a ser un gran científico, una gran filósofo o un gran artista. Este es, para él, el único medio de llegar a ser un buen servidor.

Tal es, después de todo, al enseñanza de la Iglesia, y el ejemplo que nos ha transmitido. ¿Acaso no dijo San Pablo que «desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son desconocidos mediante las criaturas»? Este es el porqué tantos doctores que fueron también sabios, se inclinaron amorosamente ante la obra de su creación. Para ellos, estudiar es estudiar a Dios en sus obras; un San Alberto Magno jamás pensó saber lo bastante acerca de la naturaleza, pues cuanto mejor la conocía, tanto mejor conocía también a Dios. Pero no existen dos modos de conocerla: una persona posee la ciencia o no la posee, estudia las cosas científicamente o se resigna a no sabes jamás nada de ellas. San Alberto Magno se convirtió por lo tanto ante todo en un sabio, en el propio sentido de este término. De los que se asombran o escandalizan dice que, bestias irracionales, blasfeman de lo que no conocen. Él sabe lo que hace: él no espera hasta que la solicitud de reparar un mal ya cometido le obligue a ocupare él mismo de la ciencia, para repararlo. No cree en la táctica de dejar que los adversarios lo hagan todo con la intención de unirse más tarde a ellos para aprender laboriosamente el uso de las armas que volverá contra ellos. Alberto no estudió las ciencias contra nadie, sino para Dios. Un hombre de esta clase no gasta su tiempo probando que la enseñanza de la ciencia no contradice la de la Iglesia: suprime la cuestión con su propio ejemplo, mostrando al mundo que un hombre puede ser un hombre de ciencia, porque es un hombre de Dios. Tal es pues la actitud que la Iglesia nos recomienda. Al escoger a San Alberto Magno como patrón de las escuelas católicas, la Iglesia nos recuerda permanentemente que estas escuelas nunca deben tener miedo de colocar demasiado alto el nivel de sus enseñanzas y de sus exigencias científicas. Todo lo que se puede hacer bien, puede ser hecho por Dios.

No debemos olvidar nunca que es por Él por quien se hace cuanto hacemos, y sin embargo, olvidar esto, constituye el segundo peligro que nos amenaza. Para servir a Dios por la ciencia o el arte es necesario empezar por practicarlos, como si estas disciplinas fueran en sí mismas sus propios fines; y es difícil hacer un esfuerzo así, sin ser absorbidos por él. Es tanto más difícil cuando estamos rodeados de sabios y artistas que los tratan efectivamente como fines. Su actitud es una expresión espontánea del naturalismo, o para darle un viejo nombre que es su nombre de todo tiempo, del paganismo, en el cual la sociedad tiende siempre a caer de nuevo, porque no lo ha dejado del todo. No obstante, importante liberarnos de él. Es imposible colocar la inteligencia al servicio de Dios, sin respetar íntegramente los derechos de la inteligencia: de lo contrario no sería la inteligencia la que estaría puesta a su servicio; pero todavía es más imposible hacerlo sin respetar los derechos de Dios: de lo contrario, ya no es a su servicio a lo que está puesta la inteligencia. ¿Qué hay que hacer para observar esta segunda condición?

Aquí me veo obligado a representar el ingrato papel de quien denuncia errores, no sólo entre sus adversarios sino entre sus amigos. Para excusar mi manera de proceder, es necesario recordar que el que acusa a sus amigos se acusa a sí mismo en primer lugar. El ardor de su crítica expresa sobre todo la conciencia de la falta que él mismo ha cometido y en la cual siempre se siente en peligro de recaer. Por lo tanto creo que debo decir que uno de los más grandes males que padece el Cristianismo hoy en día, es que los católicos ya no están orgullosos de su fe. Esta falta de orgullo no es incompatible, desgraciadamente, con una cierta satisfacción por lo que el Catolicismo hace o dice, o con un aire optimista más propio en una fiesta que en una Iglesia. Lo que yo siento es que en vez de confesar con toda simplicidad lo que debemos a nuestra Iglesia y a nuestra fe, en vez de mostrar lo que nos aportan y lo que no tendríamos sin ellas, juzgamos que es una buena táctica para los intereses de la propia Iglesia, el actuar como si nosotros, después de todo, no nos distinguiéramos en nada de los demás. ¿Cuál es la mejor alabanza que muchos de nosotros desearíamos? La más grande que el mundo puede darles: es un católico, pero es realmente muy aceptable, nunca hubiese pensado que es un católico.

¿Acaso no se debe desear justamente lo contrario? Realmente, no los católicos que llevan su fe como una pluma en el sombrero, sino los católicos que hacen entrar el catolicismo en sus vidas y obras cotidianas, de tal manera que los incrédulos se preguntan con asombro qué secreta fuerza anima aquel trabajo y aquella vida, y una vez descubierta, se dicen a sí mismos, por el contrario: es un hombre muy bueno, y ahora ya sé el porqué, es porque es un católico.

Para que puedan pensar así de nosotros es necesario que nosotros mismos creamos en la eficacia de la obra divina al transformar y redimir la naturaleza. Creamos en ella, y digámoslo a su debido tiempo, o al menos no lo neguemos cuando nos lo pregunten. Esto no es lo que hacemos siempre. Si existe un principio que nos hayan transmitido y recomendado insistentemente nuestros doctores, es que la filosofía es la esclava de la teología. Ni uno sólo de los grandes teólogos ha dejado de decirlo; ni uno de los grandes Papas ha dejado de recordárnoslo. Y sin embargo es raro que se diga hoy día, incluso entre los católicos. Los hombres se esfuerzan más bien en probar que la fórmula no significa lo que parece significar. Creen inteligente presentar como buen filósofo al cristiano que filosofa como si no fuera cristiano. Dicho en pocas palabras, precisamente porque es un hombre bueno, es un buen filósofo; no se advierte que sea católico. Lo que sería interesante, por el contrario, sería un filósofo que igual que Santo Tomás o Duns Scoto, adquirieran la primacía en el movimiento filosófico de su tiempo, precisamente por el hecho de ser católicos.

Parece que a veces se piensa que un filósofo que se confiesa a sí mismo católico quedaría desacreditado desde un principio, y que para que acepten su verdad, el modo más inteligente es presentarla como si no tuviera nada que ver con el Catolicismo. Temo que éste es también un error de táctica. Si nuestra filosofía tradicional no encuentra hoy en día el prestigio que nosotros desearíamos para ella, no es porque se sospeche que está mantenida por una fe, sino que es más bien, porque siendo en realidad así, pretende no serlo, y porque nadie quiere tomar en serio una doctrina que empieza negando la más evidente de sus fuentes. Recorred la historia de la filosofía francesa en estos últimos años; veréis que los pensadores católicos han sido tomados en serio por los no creyentes en la medida exacta en que han puesto en primer lugar lo que para ellos es realmente lo primero: la persona de Jesucristo y su gracia. Dejad que nos nazca un Pascal o un Malebranche el día de mañana, yo les prometo que nadie les reprochará el ser católicos, pues todo el mundo sabrá que su catolicismo es la fuente de su grandeza. Se preguntarán extrañados de dónde les viene su grandeza y quizá desearán para sí la fe que se la ha dado.

No depende de nosotros el ser un Pascal, un Malebranche o un Maine de Biran, pero podemos preparar el terreno que favorecerá la acción sus sucesores, cuando vengan. Podemos actuar de tal manera que resulte fácil para sus sucesores el sobrepujar estas grandes mentes aclarando la zona de dificultades, que evitables en sí mismas, podrían de otro modo retardar su acción. Nosotros sólo lo conseguiremos restableciendo en su plenitud los valores cristianos, es decir, restableciendo del todo la primacía de la teología.

Aquí, como antes, y quizá con un énfasis aún mayor, diré que el peligro más grande consiste en pensar que para la inteligencia que desea referirse a Dios la piedad no necesita de la técnica. Uno puede sentirse tentado de dirigir el reproche opuesto a quienes se inclinan en aquella dirección, y decirles que actúan como si para ellos la técnica tomara el lugar de la piedad; pero no creo que esto sea lo que ocurre. Tales hombres no sólo han adquirido un impecable dominio de su ciencia o arte, y son a veces la admiración de sus iguales, sino que también han conservado la fe más íntegra, unida a la piedad más viva. Lo que les falta es que no saben que para unir la ciencia que han adquirido con la fe que han preservado, es necesaria una técnica de la fe, lo mismo que una técnica de la ciencia. Lo que yo veo en ellos - digamos mejor, lo que vemos en nosotros mismos - como una dificultad siempre presente, es la incapacidad de conseguir que la razón se guíe por la fe, porque para tal colaboración la fe ya no sirve: lo que es necesario es aquella ciencia sagrada que es la clave del edificio en el cual todas las demás deben tomar su lugar; es decir, la teología El teólogo más ardiente, animado por buenas intenciones, hemos dicho, hará más daño que bien si intenta utilizar a las ciencias sin haberlas dominado pero el sabio, el filósofo, el artista, animado por !a más ardiente piedad, corre hacia las peores desgracias si pretende referir su ciencia a Dios sin haber, si no dominado, al menos practicado la ciencia de las cosas divinas. Y digo practicado, porque esta ciencia igual que las otras, sólo se adquiere practicándola. Puede enseñarnos solamente cuál es el fin último de la naturaleza y de la inteligencia: poniendo ante nuestros ojos aquellas verdades que el mismo Dios ha revelado y que enriquecen con tan profundas perspectivas aquellas verdades que la ciencia nos enseña. Como una transposición por lo tanto de lo que dije a propósito del apologista, diré aquí que es posible ser un sabio, un filósofo y un artista sin haber estudiado teología, pero que sin ella es imposible llegar a ser un sabio, un filósofo o un artista cristiano. Sin ella podemos realmente ser por una parte cristianos y por la otra sabios, filósofos y artistas, pero nuestro cristianismo jamás descenderá hasta nuestra ciencia, filosofía o arte para reformarlos desde dentro y vivificarlos. Para ello no sería suficiente ni la mejor voluntad del mundo. Es necesario saber cómo hacerlo, para poder hacerlo; y como todas las otras cosas, no puede saberse sin haber sido antes aprendido.

Si por lo tanto atribuimos a nuestro catolicismo, nuestro respeto por la naturaleza, la inteligencia y la técnica por la cual la inteligencia investiga la naturaleza, también le atribuimos el conocimiento acerca de cómo dirigir esta ciencia hacia Dios que es su Autor; Deus scientiarium dominus. Y así como me permití recomendar la práctica de las disciplinas científicas o artísticas a aquellos cuya vocación es servir a Dios en estos campos del saber, así me permito recomendar con todas mis fuerzas el aprender y practicar la teología a aquellos que habiendo dominado estas técnicas desean referirlas a Dios seriamente.

No debemos ocultarnos que tanto en un caso como en el otro, se trata de emprender un largo esfuerzo. Será necesaria nada menos, la colaboración de todas las buenas voluntades capacitadas para triunfar en esto. Nos encontramos frente a un nuevo problema, que reclama una solución nueva. En la Edad Media las ciencias fueron privilegio de los clérigos; es decir, aquellos que por su propio estado poseían la ciencia de la teología. El problema por lo tanto no surgió para ellos. Hoy en día, debido a una evolución, cuya investigación no está ahora en nuestro propósito, los que saben teología no son los que hacen ciencia, y los que hacen ciencia, incluso cuando no desprecian la teología, no ven el menor inconveniente en no conocerla. Nada más normal de parte de los que no son católicos, pero nada más anormal de parte los que profesan el Catolicismo. Pues incluso si experimentan el más sincero deseo de poner su inteligencia al servicio de su fe, no lo lograrán nunca, ya que les falta la ciencia de la fe. Para que lo consigan es necesario que se les diga, no cómo hacerlo (pues son ellos quienes deben encontrarlo), sino qué es esta verdad sagrada en la que su inteligencia quiere inspirarse.

Es importante por lo tanto entender que vivimos en un tiempo en que la teología ya no puede ser el privilegio de algunos especialistas dedicados a su estudio por el estado religioso que han abrazado, sin duda los clérigos deben considerarla como su propia ciencia, y mantener su dominio en este campo, pues les pertenece con pleno derecho; y no simplemente mantenerlo, sino ejercitarlo en toda su plenitud, pues es una cuestión de vida o muerte para el futuro de la vida cristiana tanto en las almas como en la sociedad. Tan pronto como la teología renuncia al ejercicio de sus derechos, es la palabra de Dios la que renuncia a hacerse oír, la naturaleza la que se separa de la gracia y el paganismo el que reclama los derechos que nunca ha abandonado. Pero inversamente, si se desea que la palabra de Dios se haga oír, se necesitan oyentes para recibirla. Es necesario que aquellos que quieren trabajar como cristianos en la gran obra de la ciencia, filosofía o arte, sepan cómo oír su voz Y no sólo estén instruidos en sus principios, sino que también y sobre todo, estén imbuidos de ellos.

Aquí, menos que en cualquier otra parte no es ni el número ni la extensión de los conocimientos lo que importa; será suficiente escoger un número muy reducido de principios fundamentales, con tal que la mente de quienes los reciben esté impregnada por ellos, y que la informen desde dentro hasta el punto de llegar a ser una sola cosa con ella, de vivir con ella y a través de ella como una rama injertada que atrae toda la savia del árbol hacia sí para hacerle alimentar su fruto. El escoger estos principios, organizar la enseñanza de los mismos, darlos a los que ella cree que vale la pena, es la tarea de la Iglesia que enseña, no de la ya enseñada. Pero si esta última en ningún caso puede aspirar al dominio, al menos puede hacer valer sus demandas y dar a conocer sus experiencias. Esto es todo lo que he querido hacer al pedir que la verdad de la fe sea enseñada en su plenitud, y que la función magisterial de la teología recobre su plena autoridad.

Alimentaría la más ingenua de las ilusiones si creyera que ahora estoy exponiendo opiniones populares. No lo son entre los no creyentes, los cuales van a acusarme (algunos ya lo han hecho) de querer encender de nuevo las piras funerarias de la Inquisición y encomendar el control de la ciencia a dicho tribunal. Tampoco lo son incluso entre ciertos católicos; quienes sabiendo que, tales ideas conducen a tales réplicas, no juzgan oportuno, en interés de la propia religión, el exponerse a ellas. No obstante para responderles no es necesario abrir de nuevo la discusión acerca de lo que fue la Inquisición y el asunto de Galileo. Sea lo que sea lo que ocurrió en tiempos anteriores, la doctrina oficial y constante de la Iglesia es que la ciencia es libre en todos sus dominios. Nadie pretende que la filosofía y la física puedan o deban ser deducidas de la teología. Santo Tomás incluso enseñó exactamente lo contrario, en contra de algunos de sus contemporáneos que hacían de lo que hoy llamamos ciencia positiva, un caso particular de la Revelación. El pedir que la ciencia y la filosofía se regulen a sí mismas bajo la teología, es en primer lugar pedirles que estén de acuerdo en reconocer sus límites, que se conformen con ser una ciencia o una filosofía, sin pretender transformarse en una teología, tal como vienen haciendo constantemente. Esto es, pues, pedirles que tomen en consideración ciertas verdades enseñadas por la Iglesia respecto al principio, al fin y al naturaleza del hombre, no siempre con la intención de transformarlas en otras tantas verdades científicas y enseñarlas como tales (pues pueden ser objeto de pura fe), sino para evitar en sus investigaciones aventuras sin objeto, que en último término son mucho más prejudiciales para la ciencia mismo de lo que pueden serlo para la Revelación. Cuanto más grande es la autoridad de la fe, tanto más prudente deben ser, antes de comprometerse, aquellos que no están capacitados para hablar en su nombre, pero cuanto más exactas y rigurosas son las disciplinas científicas en las pruebas, tanto más escrupulosas deben ser los científicos en conseguir una valoración ecuánime de todas las afirmaciones que enseñan: el hecho observado, la hipótesis controlada por un experimento, y la teoría que, eximida de todo control experiencial propiamente dicho, será reemplazada mañana por otra, aunque hoy es impuesta a todo intento y propósito como un dogma. Una visita al cementerio de las doctrinas científicas que fueron irreconciliables con la Revelación, nos pondría delante de sepulturas gigantescas. En el curso de nuestra vida, ¿en nombre de cuántas doctrinas, abandonadas ya por sus propios autores, no hemos sido llamados a renunciar a las enseñanzas de la Iglesia? ¿De cuántos falsos pasos se hubieran salvado los historiadores y sabios, si hubieran escuchado la voz de la Iglesia cuando les advertía que estaban excediendo los límites de su competencia?

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