Alberto Caturelli
Como antiguo docente católico la lectura del libro me ha producido un gran dolor y diré lo que creo que hay que decir; puedo decirlo con la libertad de que gozan quienes participan del sacerdocio común de los fieles; será, por eso, sólo una opinión particular sin autoridad alguna, pero que exige el cumplimiento de su derecho a ser rectamente enseñado y guiado.
Esquilmados y abatidos como ovejas sin pastor
Esta mañana, 6 de diciembre de 2008, sábado de la primera semana de Adviento y primer sábado del mes, tenía decidido escribir este breve artículo cuyo título me lo ha inspirado el Evangelio de hoy que todos escuchamos en la Santa Misa: Jesús recorría ciudades y aldeas anunciando el Evangelio y al ver a las gentes “se le enternecieron las entrañas para con ellas, porque andaban deshechas y extraviadas como ovejas sin pastor” (Mt 9, 36). Otros traducen “extenuadas y abandonadas”; otros “esquilmadas y abatidas” o “echadas” por los suelos.
El día anterior terminé de leer el libro del Cardenal Carlo M. Martini «Coloquios Nocturnos en Jerusalén» (“Coloquio con el Padre Jesuita Georg Sporschill”), 193 pp., Ed. San Pablo, Bs. As. 2008, y esta mañana pensé: este libro que exhorta a la Iglesia a “tener el coraje” de “reformarse” es un arma eficaz para dejar a las ovejas (a nosotros) deshechas, abandonadas, abatidas y esquilmadas. Al comentar San Agustín la parábola del buen pastor, observa que “no habría dicho bien si no hubiera pastores malos” a los que llama “ladrones”, “salteadores”, “mercenarios”; el Buen Pastor es la puerta y es el portero y en cierto modo también oveja, “como oveja fue llevado al sacrificio” [1]. Los otros Cristos que son los Obispos, “son miembros del pastor” que cumplen su misión de guardar, cuidar, enseñar y guiar a las ovejas transmitiendo el fondo revelado (uno, único, invariable) a través del tiempo del peregrinaje; habrá en el tiempo histórico innumerables circunstancias, siempre presentes, pero el buen pastor transmitirá lo mismo (el magisterio vivo) bajo la potestad de Pedro, la Roca de la Iglesia.
Sólo el anti-pastor (y bien sabemos Quien es) puede inducir a no ser fiel a su misión contribuyendo eficazmente al abatimiento, a la extenuación, al abandono y confusión de las ovejas. Como antiguo docente católico (aunque pobre oveja frecuentemente “trasquilada”) la lectura del libro (expuesto en las vidrieras de librerías católicas) me ha producido un gran dolor y diré lo que creo que hay que decir; puedo decirlo con la libertad de que gozan quienes participan del sacerdocio común de los fieles; será, por eso, sólo una opinión particular sin autoridad alguna, pero que exige el cumplimiento de su derecho a ser rectamente enseñado y guiado.
Los temas esenciales
El libro del Cardenal Martini (quizá por su estilo dialogal) me ha causado una primera sorpresa: no es una obra rigurosa y muchas afirmaciones no están cuidadosamente fundadas. Quizá se deba a su modalidad, que al ser de fácil lectura sobre temas hoy muy difundidos, gana en número de lectores. Se vende más. Por eso no haré una exposición sistemática sino que seguiré sólo sus grandes temas.
Desde el prefacio se habla de “una Iglesia abierta” (pp. 7, 168), de “la apertura de la Iglesia al mundo” (p. 73). Como lector me pregunto qué deberíamos entender por Iglesia “cerrada” y si es propio hablar de “Iglesia cerrada” o “abierta”. Queda pendiente qué entenderá el autor por “abierta al mundo” ya que “mundo”, si no nos referimos al de las creaturas creadas (el universo) es una cosa, muy otra si nos referimos al mundo como ámbito del pecado (el espíritu del mundo).
Esta Iglesia “abierta” conduciría (según el P. Sporschill) a “una Iglesia audaz y creíble” (p. 11). Me quedo insatisfecho porque no sé qué se quiere decir con los términos “audaz” y “creíble”. Es equivoco: algo o alguien es “creíble” si es digno de fe; pero según el contexto, me da la impresión de que se espera ser “creíble” por el mundo.
Paso por alto (aunque con trabajo) algunas páginas y me detengo en una especie de enumeración: no está claro decir que “el infierno es una advertencia, una amenaza, una realidad. Pero yo sigo sosteniendo la fe en que, al final, el amor de Dios es más fuerte”. Me hace recordar a un querido profesor mío que no deseaba que existiera el infierno… y sostenía que “está vacío” (p. 10-11).
La base de la educación debe ser la Biblia (de acuerdo) pero el equívoco vuelve a presentarse pues al sostener que nada debe absolutizarse (también de acuerdo) lo hace extensivo a la Iglesia (p. 33). Aquí dudo: si se trata de la totalidad del Cuerpo Místico, la Iglesia es “absoluta” en el sentido de eterna y santa… El Cardenal cree que si Jesús viviera hoy, como hizo con sus “colegas los fariseos”, “lucharía con los actuales responsables de la Iglesia” (p. 42).
Aunque ofrece algunas lindas páginas sobre la oración, sorprende la increíble afirmación del P. Sporchill: “No tener relaciones sexuales no es natural”; y pregunta: “Cómo es que los sacerdotes no se casan” (p. 52). En lugar de responder que el acto sexual es libre aunque una fuerte pasión lo impulse (no es como la visión, la digestión o la respiración) el Cardenal se limita, por ahora, a recordar que la obligación del celibato data del siglo XI. Parece que para el P. Sporchill ningún sacerdote es abstinente-casto. Él sabrá por qué lo dice.
Más adelante, el Cardenal opina: una de las cuestiones que tendría que resolver el nuevo Papa (se refiere a los pasos previos a la elección de Benedicto XVI) tendrá que ser “la relación con la sexualidad y la comunión para los divorciados” que han vuelto a contraer matrimonio (p. 68). Su apelación al “coraje” que hace falta no sirve para nada (Benedicto XVI ha sido muy claro); además este “volver a contraer matrimonio” no es tal: debió decir “contraer” (?) concubinato y que es pecado mortal; recibir la Comunión en pecado es un pecado aún mayor. Parece que el Cardenal llama “coraje” al simple permisivismo…. y su propio concepto de pecado es erróneo: “la Biblia designa ante todo con ese término no nuestros pecados personales sino las grandes injusticias y penurias del mundo” (p. 71).
Es necesario ese aire fresco de la “búsqueda de lo nuevo” (p. 72) que condujo al Vaticano II (p. 73). Martini, como Schillebeeckx, Rahner, Comblin, Küng, Metz, Boff y tantos otros inventa un Concilio Vaticano II que jamás existió. Este inmenso fraude se cura fácilmente: querido lector, estudie las Actas. Con eso basta.
Cuando el P. Sporschill le pregunta: “¿qué sueños tiene usted sobre la Iglesia?” (p. 97), aparece el auténtico Martini: “Siempre he sido un entusiasta de Teilhard de Chardin, que ve encaminarse el mundo hacia una gran meta donde Dios es todo en todo” (p. 98). No parece tratarse de la bellísima enseñanza de San Pablo, sino del pancristismo del evolucionismo teilhardiano.
Entre las páginas 72 y 138 pueden leerse muchos textos sobre los jóvenes y sobre la Compañía de Jesús y San Ignacio. Después de leerlas me he quedado pensando en ese libro terrible del ex jesuita Malachi Martin [2], y en el de mi colega fallecido, también ex jesuita Vincent Miceli, sobre “los dioses del ateísmo” [3]. Hace veinticinco años compartimos el dictado de un curso con Thomas Molnar en San Pablo: me dijo que para conservar la integralidad de su ortodoxia doctrinal y el ideal de San Ignacio, se había secularizado.
Volvamos ahora a lo peor del libro de Martini; y digo lo peor porque es lo peor: Una tal Andrea le declara “ya hace dos años que convivo con mi novio”; “¿En qué podré notar que sí es el hombre de mi vida?” (p. 139). Inmediatamente le sigue no una pregunta sino una afirmación de Sporschill: dice que la Iglesia sigue teniendo fama de ser hostil al cuerpo, lo que se expresa en la encíclica «Humanae vitae» y la prohibición de la píldora y la anticoncepción; “la Iglesia ha erigido con ella una barrera hacia la juventud”; el Cardenal comienza diciendo que “lo más triste es que la encíclica es en parte culpable de que muchos ya no tomen más en serio a la Iglesia como interlocutora o como maestra” (p. 141): “muchas personas se han alejado de la Iglesia, y la Iglesia se ha alejado de los hombres”; esta encíclica, que “es obra de la pluma del papa Pablo VI” (p. 142) no siguió los consejos de la Comisión de especialistas; para colmo Juan Pablo II “siguió el camino de la estricta aplicación” y hasta pensó (¡oh escándalo!) en una declaración con carácter de infalibilidad pontificia (p. 144). Para Martini la Iglesia debe mostrar “un camino mejor” (p. 145); quizá pedir perdón por la encíclica (sic) y decir “algo positivo” (p. 146) o escribir una nueva (sic).
Lo mismo se debe decir del uso del preservativo (mal menor contra el sida); para colmo el Cardenal parece entender una gran verdad: que el amor es entrega. El lector, por eso, queda perplejo ante la afirmación (a propósito de las relaciones prematrimoniales) de que “tenemos que cambiar la mentalidad si es que queremos proteger la familia y promover la fidelidad conyugal” (¡sic!, p. 149-150).
No podemos dictar a los jóvenes “desde escritorios y púlpitos”, “todo lo que sería ideal” (p. 151); sin detenerme en las explicaciones bíblicas del “gran biblista”, lo mismo debe decirse de la homosexualidad: “en mi circulo de conocidos hay parejas homosexuales, personas muy respetadas y muy sociales. Nunca se me preguntó ni tampoco se me habría ocurrido condenarlas” (p. 152). El biblista reduce los textos bíblicos contrarios a su opinión a un hecho histórico y cultural frente al cual “la Biblia quiere proteger a la familia…” (p. 152). De todos modos, algo más adelante no duda en esperar como cuestión abierta, la ordenación de mujeres y la aceptación de la homosexualidad (p. 177).
Dejemos la “Iglesia misógina”, volvamos al Concilio, miremos para adelante… como el Concilio que “entró en diálogo con el mundo moderno tal como es, sin cerrarse por temor” (p. 160); si la Iglesia quiere ser misionera es lo que tiene que hacer: abrirse, dejar el dominio masculino, abandonar “la relación entre mujer y pecado” (p. 164); tengamos paciencia: ya nos iremos encontrando con las “otras iglesias”, veremos qué pasa con la “ordenación de mujeres” (p. 167-168).
La Iglesia necesita “reformas internas”, que vengan “desde dentro”. Para Martini, “Martín Lutero fue un gran reformador. Lo más importante es por cierto su amor por la Sagrada Escritura de la que extrajo buenas ideas”; cree que “la Iglesia Católica se dejó inspirar por las reformas de Lutero en el Concilio Vaticano II y ha suscitado un movimiento de renovación desde dentro” (p. 170-171). Consecuencia de todo esto es el movimiento ecuménico que en Martini es un mero sincretismo (p. 174-180); para colmo, afirma que “la Buena Nueva es el camino alternativo al discurso moralizante” (p. 174).
Como es lógico, no podía faltar el elogio a los teólogos de la liberación que “se encuentran forzosamente con resistencia, puesto que viven a partir de la convicción de que el encuentro con los poderes y la lucha contra la pobreza es el lugar privilegiado para el encuentro con Dios en nuestro mundo” (p. 186).
Síntesis conclusiva y crítica
Me limitaré a hacer una enumeración de los contenidos principales de este libro verdaderamente escandaloso, que me ha hecho recordar lo que aprendí de niño: un Cardenal, me enseñaban, es uno de los prelados que componen el Sacro Colegio, consejero del Papa en asuntos graves de la Iglesia e integrante del Cónclave para la elección del Sumo Pontífice.
Aquella enseñanza elemental suponía la fidelidad total al fondo revelado, la ortodoxia suma en la doctrina trans-mitida, la adhesión filial a Pedro, siempre.
De estos coloquios verdaderamente “nocturnos” en Jerusalén, se pueden enumerar las siguientes proposiciones:
1. Queremos una Iglesia “abierta” para que sea “creíble” para el mundo como mundo (repetición de las tesis de Bonhoeffer y muchos modernistas).
2. El infierno como “amenaza”, afirmación que suscita dudas sobre la eternidad de las penas.
3 La actividad sexual es una “exigencia natural”; el lector deduzca por sí mismo el valor que tiene la abstinencia (imposible) en el célibe y la fidelidad en el matrimonio p.e. cuando uno de los cónyuges tiene que estar ausente.
4. Deja abierta -bien abierta- la posibilidad de dar la Comunión (Cristo Eucaristía por si lo han olvidado) a los “vueltos a casar” o como debe decirse, a quienes pecan mortalmente viviendo en concubinato.
5. Un vago concepto de pecado señalado como esas “grandes injusticias y penurias del mundo”.
6. El Concilio Vaticano II ha sido el Concilio de la “apertura” al mundo.
7. La Encíclica «Humane Vitae» debe ser cambiada por otra. Por lo tanto, no existe el Magisterio ordinario ni la primacía de Pedro.
8. Dadas ciertas circunstancias son lícitas la píldora anticonceptiva y el preservativo.
9. “Abrir” bien las puertas a los homosexuales y volver a considerar la posibilidad del Orden Sagrado para las mujeres.
10. Lutero es el “gran reformador” por quien el autor parece tener grande aprecio en el tema de la reforma “desde dentro”.
11. Pensar si conviene o no incorporar el nombre de Dios en la Constitución de la Unión Europea (p. 193).
Al Señor no se “le enternecieron las entrañas” por todo esto, sino porque vio a los suyos “esquilmados y abatidos” o “deshechos y echados por los suelos” como “ovejas que no tienen Pastor”. Cuando terminé de leer el libro me sentí abatido, esquilmado, atropellado. Pero me recuperé porque sí tengo Pastor… que no es el autor de este libro sino Otro, el Pastor Único que es la Puerta y el Portero. Y en su Nombre, su Vicario, la Roca.
Alberto Caturelli
Córdoba, 8. XII. 08
En el día de la Inmaculada Concepción de María
Notas:
[1] In Ioannis Ev., tract. 46, 1-5.
[2] Los jesuitas. La Compañía de Jesús y la traición a la Iglesia Católica Apostólica romana, 507 pp., trad. de M. Alvarez Franco, Lasser Press Mexicana, México, 1988.
[3] The Gods of atheism, 485 pp., Arington House, N. York, 1971; también tengo al alcance de la mano su The Antichrist, 297 pp., the Christoipher Publishing House West Hannover, Massachussets, 1981.
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