Las imágenes sagradas y el magisterio de la Iglesia
Rodolfo Papa *
ROMA, martes 7 de diciembre de 2010 (ZENIT.org).- Un lejano concilio, el II Concilio de Nicea en el año 787, definió la corrección del uso de las imágenes en la Iglesia, poniendo autorizadamente fin a las tentaciones iconoclastas. Y sin embargo en nuestra contemporaneidad, dominada por el uso obsesivo de lo que se ve, las iglesias a menudo se proyectan y realizan con una postura que si se mira de cerca, parece nuevamente iconoclasta: las paredes están desnudas, no hay imágenes, como mucho, elementos simbólicos estilizados, que aplican lenguajes prestados de experiencias artísticas alejadas del cristianismo, si no incluso contrarias a él.
Es oportuno por tanto recorrer la antigua vía de la legitimación de las imágenes. Partamos precisamente del II Concilio de Nicea, analizando sus precisas indicaciones: «nosotros definimos con todo rigor y cuidado que, a semejanza de la representación de la cruz preciosa y vivificante, así las venerables y santas imágenes, tanto pintadas como en mosaico o en cualquier otro material adecuado, deben ser expuestas en las santas iglesias de Dios, sobre los ornamentos sagrados, sobre las vestiduras sagradas, en las paredes y en las tablas, en las casas y en las calles». Las imágenes sagradas se colocan en el mismo plano que la representación de la cruz, y a semejanza de la cruz deben ser expuestas en todo lugar: en el contexto de la liturgia, en los lugares sagrados, pero también en la vida cotidiana, en los lugares privados como las casas, y en los lugares públicos como las calles. La universalidad del mensaje cristiano indica la medida de los lugares en los que exponer las imágenes, es decir, todos los lugares. Las imágenes sagradas deben además estar presentes en los ornamentos sagrados y también en las vestiduras. No se detalla la técnica, de hecho las imágenes pueden ser pintadas, en mosaico, o en cualquier otra técnica oportuna, pero se precisa el sujeto: «que sean la imagen del señor Dios y Salvador nuestro Jesucristo, o la de la Inmaculada Señora nuestra, la Santa Madre de Dios, de los santos ángeles, de todos los santos y justos». Por tanto se trata claramente de imágenes que representan prioritariamente a Jesucristo, cuya encarnación es el principio fundacional del arte sacro figurativo, y también la Madre del Señor, los ángeles, los santos y los justos, es decir, todo el cuerpo de la Iglesia, su misterio y su historia.
El Concilio precisa también los motivos y las finalidades de las imágenes sagradas: «De hecho, cuando más prudentemente estas imágenes son contempladas, tanto más quienes las contemplan son llevados al recuerdo y al deseo de los modelos originales y a tributarles, besándolas, respeto y veneración». La contemplación de las imágenes induce al recuerdo y al deseo de los sujetos representados; se trata por tanto de una dinámica cognoscitiva y afectiva, que parte de la imagen representada pero termina en el sujeto real; es análoga, podríamos decir, a la función que tienen las fotografías de nuestros seres queridos, que nos recuerdan a las personas amadas. Mantener vivo el recuerdo y el deseo constituye un cuidado importante de la propia fe, el cultivo de la propia vida espiritual.