Mons. Atanasio Schneider
El primado del culto de Dios como fundamento de toda verdadera teología pastoral
(Roma - 17 de diciembre de 2010)
Nota Previa
Entre los días 16 y 18 de diciembre del pasado año 2010 se realizó, en la Ciudad de Roma, con el título “Concilio Ecuménico Vaticano II. Un Concilio pastoral. Análisis histórico, filosófico y teológico”, un Congreso de estudios sobre el Concilio Vaticano II con el fin de desarrollar una correcta y adecuada hermenéutica de sus textos y de sus disposiciones a la luz de la Tradición de la Iglesia, organizado por el Seminario Teológico “Immacolata Mediatrice” perteneciente a la Comunidad de Franciscanos de la Inmaculada.
Asistieron a este Congreso numerosas personalidades entre Cardenales, Obispos, sacerdotes y laicos. Una de las más importantes ponencias leídas durante el curso de las jornadas fue la del Obispo Auxiliar de Karaganda, Capital de la actual República de Kazajistán (Asia Central, ex integrante de la desaparecida URRS), Monseñor Atanasio Schneider, titulada Propuestas para una correcta lectura del Concilio Vaticano II.
Se trata de un texto notable por su claridad, concisión y precisión en el que el autor realiza un valiosísimo aporte en el camino de la correcta hermenéutica del Vaticano II, tantas veces pedida por el Santo Padre Benedicto XVI. Por esta razón nos hemos tomado la libertad de traducirlo a partir de la versión italiana publicada en el sitio http://www.chiesa.spressonline.it/ a fin de promover y facilitar su difusión en nuestro medio.
Las numerosas citas de los documentos conciliares y de otros documentos las hemos traducido directamente del texto italiano utilizado por el autor cotejándolas, cuando fue posible, con las versiones españolas oficiales de dichos documentos.
Esperamos que la lectura de este trabajo sea de utilidad a quienes, desde distintas posiciones y ministerios, procuran conjurar la grave crisis por la que atraviesa la Iglesia en nuestro tiempo a causa, fundamentalmente, de un mal pretendido “espíritu conciliar” en cuyo nombre se difunden y se consuman nuevas y viejas herejías.
Buenos Aires, 31 de enero de 2011
Festividad de San Juan Bosco
Mario Caponnetto
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Propuestas para una correcta lectura del Concilio Vaticano II
El primado del culto de Dios como fundamento de toda verdadera teología pastoral *
Atanasio Schneider
I. El fundamento teológico de la pastoral
Para hablar correctamente de la teoría y de la praxis pastoral es necesario antes ser conciente de su fundamento y de su objetivo teológico. El objetivo de la Iglesia es el mismo que el de la Encarnación: “propter nostram salutem”. Así se expresa la fe y la plegaria de la Iglesia: “Qui propter nos homines, et propter nostram salutem descendit de caelis et incarnatus est et homo factus est”. Esta salvación significa la salvación del alma para la vida eterna. En esto consiste, incluso, la finalidad de todo el ordenamiento jurídico y pastoral de la Iglesia como nos dice el último canon del Código de Derecho canónico: “prae oculis habita salute animarum, quae in Ecclesia suprema semper lex esse debet” [1].
La salvación del alma humana consiste en la santidad, en la renovación y, aún más, en la perfección de la originaria dignidad humana en Cristo. Dios ha creado al hombre según Su imagen y semejanza (Génesis 1, 26) y esta obra es admirable, como dice la Iglesia en la liturgia: “Deus, qui humanae substantiae dignitatem mirabiliter condidisti”. Pero todavía más admirable es la renovación y el perfeccionamiento de esta imagen por obra de la redención: “mirabilius reformasti”. La renovación, la nueva perfección, la santidad consiste en la inimaginable gracia de la participación del hombre en la misma naturaleza divina: “Divinitatis esse consortes” [2]. Esta participación en la naturaleza divina significa ser hijos adoptivos de Dios en el Único Hijo, Jesucristo.
Jesucristo, el Hijo único de Dios según la naturaleza, se hizo por su verdadera Encarnación el primogénito entre muchos hermanos: “primogenitus in multis fratribus” (Romanos 8, 29). Por medio de su sacrificio redentor Cristo ofrece al hombre la gracia de la vida divina. La misma vida divina en el misterio de la Santísima Trinidad está presente en la humanidad del Hijo de Dios: “en Él toda la divinidad habita corporalmente [in Ipso inhabitat omnis plenitudo divinitatis corporaliter (Colosenses 2, 9)]. Cristo encarnado está lleno de gracia y de verdad (Juan 1, 14). El Espíritu Santo distribuye de esta fuente de vida divina por medio de la Iglesia, que es el Cuerpo Místico de Cristo, en la liturgia de los sacramentos, la gracia de la filiación divina y todas las otras gracias de santidad necesarias. Así es posible entender mejor lo que ha enseñado el Concilio Vaticano II: Liturgia est culmen ad quod actio Ecclesiae tendit et simul fons unde omnis eius virtus emanat (“La liturgia es el culmen hacia el que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de la que emana toda su fuerza”) [3]. “El trabajo apostólico, pues, se ordena a que todos, hechos hijos de Dios mediante la fe y el bautismo, se unan en asamblea, alaben a Dios en la Iglesia, tomen parte en el sacrificio y en la mesa del Señor” [4].
II. Un vademécum pastoral del Concilio Vaticano II
En el contexto del discurso acerca del primado del culto y de la adoración que se deben rendir a Dios, el Concilio nos presenta en la misma Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium una sólida síntesis de una sana y teológicamente válida teología pastoral, una suerte de vademécum pastoral con las siete siguientes características: “La Iglesia anuncia el mensaje de la salvación a quienes todavía no creen, a fin de que todos los hombres conozcan al único verdadero Dios y a su enviado, Jesucristo, y cambien su conducta haciendo penitencia (Juan 17, 3; Lucas 24, 17; Hechos 2, 38). Y tiene el deber de predicar siempre la fe y la penitencia a los creyentes disponiéndolos, además, a recibir los sacramentos, enseñándoles a observar todo cuanto Cristo ha mandado (Mateo 28, 20) e incitándolos a realizar todas las obras de caridad, de piedad y de apostolado a fin de manifestar, por medio de esas obras, que los seguidores de Cristo, aunque no son de este mundo, son sin embargo la luz del mundo y rinden gloria al Padre delante de los hombres” [5]. De esta breve síntesis que nos ofrece el Concilio podemos establecer las siguientes siete notas esenciales de la teoría y la praxis pastoral.
1. El deber de anunciar el Evangelio a todos los no creyentes (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9).
Tal anuncio debe ser explícito, esto es la fe en Jesucristo a la que se llega por medio de la gracia de la conversión y de la penitencia. Por tanto, no hay espacio para una teoría o una praxis del así llamado “cristianismo anónimo”; no hay admisión alguna de vías de salvación alternativas a la vía de Cristo: Cristo es el único Mediador entre Dios y los hombres. Esto es lo que enseña el Concilio en la constitución dogmática Lumen Gentium, diciendo: “Esta Iglesia que peregrina es necesaria para la salvación. Sólo Cristo, pues, presente en medio de nosotros en su cuerpo que es la Iglesia, es el mediador y el camino de la salvación” [6]. En el punto número 8 de esta misma constitución dogmática, dice el Concilio: “Unicus Mediator Christus” [7]. Los hombres salvados en la eternidad lo son por la aceptación en su vida terrena de los méritos del único Mediador Jesucristo [8]. El Concilio Vaticano II instruye recordando la siguiente cita del Concilio Tridentino: “Per Filium eius Iesum Christum, Dominum nostrum, qui solus noster Redemptor et Salvator est” [9]. En la Declaración sobre la libertad religiosa el Concilio enseña que todo hombre es redimido por Cristo Salvador y es llamado a la filiación divina que sólo puede recibir por medio de la gracia de la fe [10]. El Papa Paulo VI en su discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio en el año 1963 enseñaba así: “Jesucristo es el único y el supremo Maestro y Pastor, y es el único Mediador entre Dios y los hombres” [11]. El mismo Papa repetía al Concilio al año siguiente: “Jesucristo es el único Mediador y Redentor” [12]. La enseñanza del Concilio prosigue así: “Y puesto que quien no cree ya está condenado, es evidente que las palabras de Cristo son a un tiempo palabras de condenación y de gracia, de muerte y de vida” [13]. La actividad misionera es un deber sagrado de la Iglesia porque es la voluntad de Dios mismo la que afirma la necesidad de la fe en Cristo y del bautismo para la salvación eterna [14].
2. El deber de predicar a los fieles la fe (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9).
La tarea primaria de la Iglesia consiste en preocuparse de que la fe de los fieles crezca y sea protegida del peligro del error: esto significa, por tanto, hacerse cargo del cuidado de la pureza, de la integridad y de la vitalidad de la fe. Ya en el discurso de apertura del Concilio Vaticano II el Beato Papa Juan XXIII declaraba inequívocamente, de una manera aún más eficaz, como el deber principal del Concilio era la protección y la promoción de la doctrina de la fe: “ut sacrum christianae doctrinae depositum efficaciore ratione custodiatur atque proponatur” [15]. El Bienaventurado Pontífice prosigue sosteniendo que, en el ejercicio, en nuestro tiempo, de este deber suyo, la Iglesia no debe apartar jamás sus ojos del sagrado patrimonio de la verdad, recibido de la Tradición. El Concilio debe transmitir la doctrina católica íntegra, sin disminuirla y sin distorsionarla: “integram, non imminutam, non detortam tradere vult doctrinam catholicam”. El Papa Juan observa muy realistamente como esto no resulta grato a todos. Es por tanto necesario, dice el Papa, que la entera doctrina católica sea acogida en nuestros días por parte de todos y esto sin omitir ninguna de sus partes: “oportet ut universa doctrina christiana, nulla parte inde detracta, his temporibus nostris ob omnibus accipiatur” [16].
En el aceptar y promover la entera doctrina de la fe ha de seguirse un cuidadoso modo en lo que respecta a la forma y a los conceptos; y esto siguiendo el ejemplo del Concilio de Trento y del Concilio Vaticano I, conforme con lo que subraya el Papa Juan XXIII. En la Declaración sobre la libertad religiosa el Concilio advierte a los fieles que “se ocupen en difundir la luz de la vida con toda confianza y fortaleza apostólica, hasta la efusión de la sangre” [17]. Ellos tienen, además, “el grave deber de conocer plenamente la verdad revelada, de anunciarla fielmente y de defenderla con firmeza” [18]. En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes, el Concilio exhorta: “El amor y la amabilidad no deben, en modo alguno, volvernos indiferentes respecto de la verdad y el bien. Antes es el mismo amor el que incita a los discípulos de Cristo a anunciar a todos los hombres la verdad que salva” [19]. El Papa Paulo VI en el discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II afirmaba: “el fundamento de la renovación de la Iglesia debe ser un estudio empeñoso y una promoción más rica de la verdad divina” [20].
En el Decreto sobre el apostolado de los fieles laicos el Concilio se expresa en estos términos: “En este nuestro tiempo se difunden gravísimos errores que buscan abatir desde los fundamentos la religión, el orden moral y la misma sociedad humana” [21]. En la Constitución Pastoral Gaudium et Spes el Concilio constataba de qué modo se divulgaban, en aquel tiempo, graves errores morales y exhortaba a todos los cristianos a defender y promover la dignidad natural y el altísimo valor sagrado del estado matrimonial [22]. En el mismo documento el Concilio reprueba las costumbres inmorales en relación con el matrimonio y la virtud de la castidad, diciendo que la dignidad del matrimonio y de la familia “resulta oscurecida por la poligamia, la plaga del divorcio, el así llamado amor libre y otras deformaciones. Por lo demás el amor conyugal es muy a menudo profanado por el egoísmo, el hedonismo y las prácticas ilícitas contra la fecundidad. Además la actuales condiciones económicas, sociopsicológicas y civiles producen perturbaciones nada leves en la vida familiar” [23]. Sobre la castidad matrimonial el Concilio enseña inequívocamente: “Los hijos de la Iglesia al regular la procreación no pueden seguir métodos que han sido condenados por el Magisterio en la explicación de la ley divina (cf. Pío XI, Casti Connubii). Por lo demás, todos sabemos que la vida del hombre y la misión de transmitirla no están limitados a los horizontes de este mundo y no encuentran ni su plena dimensión ni su pleno sentido sino que afectan el destino eterno de los hombres” [24].
En el Decreto sobre la actividad misionera el Concilio exhorta a que se excluya toda forma de indiferentismo, sincretismo, confucionismo [25]. En la Constitución Gaudium et Spes el Concilio rechaza un humanismo puramente terrestre y antirreligioso [26]. El mismo documento conciliar habla de un humanismo ateo que no sólo amenaza a la fe sino ejerce incluso una influencia negativa y globalizante sobre todas las esferas de la vida social: “Multitudes crecientes se apartan prácticamente de la religión. A diferencia de tiempos pasados, negar a Dios o a la religión o ignorarlos, ya no constituye un hecho insólito e individual. Hoy, en efecto, tal comportamiento se presenta como una exigencia del progreso científico o de un nuevo tipo de humanismo. En muchos países esta negación no se manifiesta solamente a nivel filosófico sino que invade en notabilísima medida el campo de las letras, de las artes, de la interpretación de las ciencias humanas y de la historia, aún la misma legislación: de aquí la desorientación de muchos” [27].
El Papa Paulo VI en su homilía en ocasión de la última sesión pública del Concilio Vaticano II afirma que el Concilio propone a los hombres de nuestro tiempo una doctrina teocéntrica y teológica sobre la naturaleza humana y el mundo [28]. En la homilía pronunciada en la séptima sesión pública del Concilio Vaticano II, el 28 de octubre de 1965, Paulo VI explica que, no obstante la índole general pastoral del Concilio, éste entiende proponer la perenne y auténtica doctrina de la Iglesia excluyendo el relativismo doctrinal; el Concilio cumple una obra “que no relativiza según las metamorfosis de la cultura profana la naturaleza de la Iglesia siempre igual y fiel a sí misma, como Cristo la quiere y la auténtica tradición la perfeccionó, sino que la vuelve más idónea para desempeñar en las renovadas condiciones de la sociedad humana su benéfica misión” [29].
En el discurso pronunciado el mismo año 1965,en ocasión de la octava sesión pública del Concilio, Paulo VI critica el comportamiento de quienes interpretan incorrecta y abusivamente la intención del Beato Papa Juan XXIII respecto de la adaptación pastoral de la Iglesia a las nuevas necesidades de nuestro tiempo (el “aggiornamento”). Además, el Papa establece el espíritu del Concilio respecto de este punto y pone a todos en guardia contra el relativismo doctrinal y jurídico, afirmando que Juan XXIII “no quería ciertamente atribuir a esta programática palabra el significado que algunos intentan darle, como si ella consintiera en “relativizar”, siguiendo el espíritu del mundo, todo cuanto hay en la Iglesia -dogmas, leyes, estructuras, tradiciones-; por el contrario, fue en él tan vivo y firme el sentido de la estabilidad doctrinal y estructural de la Iglesia al punto de hacer de ello la base de su pensamiento y de su obra. Aggiormamento querrá decir de ahora en adelante para nosotros penetración sapiente del espíritu del celebrado Concilio y aplicación fiel de sus normas, feliz y santamente emanadas” [30]. En el texto original latino Paulo VI no usa la palabra “aggiornamento” sino la palabra “acomodatio”. La famosa expresión “aggiornamento” del beato Juan XXIII se ha hecho ya legendaria. En su intención original esta expresión no tiene nada que ver con un relativismo doctrinal, jurídico o litúrgico.
La nueva y benévola postura pastoral de paciente comprensión y de diálogo con la sociedad fuera de la Iglesia, no comporta un relativismo doctrinal. Paulo VI defiende el Concilio de una tal posible acusación en la citada homilía durante la séptima sesión pública: “Esta postura… ha sido fuerte y continuamente operante en el Concilio hasta el punto de inducir a algunos a sospechar que un tolerante y excesivo relativismo hacia el mundo exterior, la historia fugaz, la moda cultural, las necesidades contingentes, el pensamiento ajeno, haya influenciado a personas y acciones del Sínodo ecuménico, con menoscabo de la fidelidad debida a la tradición y con daño de la orientación religiosa del Concilio mismo. Nos no creemos que esta desgracia se le deba imputar al Concilio en sus verdaderas y profundas intenciones y en sus auténticas manifestaciones” [31]. Paulo VI defiende aquí, tan sólo, las verdaderas y profundas intenciones y las auténticas manifestaciones del Concilio sin entrar a considerar el mérito de las personas. El Concilio rechaza expresamente todo tipo de sincretismo religioso en la actividad misionera y exige que las tradiciones particulares de los pueblos sean iluminadas por la luz del Evangelio, dejando intacto el primado de la cátedra de Pedro [32].
3. El deber de predicar a los fieles la penitencia (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9).
No puede hablarse de una verdadera doctrina y praxis pastorales sin el elemento esencial de la penitencia en la vida de la Iglesia y de los fieles. Toda verdadera renovación de la Iglesia en la historia se ha realizado con el espíritu y la praxis de la penitencia cristiana. En la Constitución dogmática Lumen Gentium, n. 8, se afirma que la Iglesia debe avanzar continuamente por el camino de la penitencia y de la renovación. Se dice, después, que los fieles deben vencer en ellos mismos el reino del pecado con la abnegación de sí y con la vida santa [33]. En la actividad misionera los hijos de la Iglesia no deben avergonzarse del escándalo de la cruz [34].
Se puede entender mejor el verdadero espíritu de estas enseñanzas conciliares acerca de la necesidad de la penitencia si se considera el hecho de que, en vista de la inminente apertura del Concilio, el Beato Papa Juan XXIII, el 1 de julio de 1962, fiesta de la Preciosísima Sangre, dedicó una Encíclica sobre la necesidad de la penitencia titulada Paenitentiam agere. Se trataba de una apremiante invitación al mundo católico y una exhortación a una más intensa oración y a una penitencia propiciatoria de gracias sobre el inminente concilio. El Papa recordaba el pensamiento y la praxis de la Iglesia, como también el ejemplo de los precedentes concilios, remarcando la necesidad de la penitencia interna y externa como cooperación a la divina redención. Concretamente Juan XXIII recomendaba una acción penitencial propiciatoria en cada diócesis en particular, explicando como “con las obras de misericordia y de penitencia todos los fieles buscan hacerse propicios a Dios omnipotente e implorar de Él aquella verdadera renovación del espíritu cristiano, que es uno de los fines principales del concilio” [35]. “En efecto, observaba justamente nuestro predecesor Pío XI de venerada memoria: «La oración y la penitencia son las dos poderosas fuerzas espirituales que en este tiempo nos ha dado Dios para que le reconduzcamos la humanidad extraviada que vaga sin guía por doquiera; fuerzas espirituales, que deben disipar y reparar la primera y principal causa de toda rebelión y de toda revolución: es decir, la rebelión contra Dios» (Carta Encíclica Caritate Christi compulsi, n. 14)” [36]. Juan XXII dirigía a los obispos esta ardiente exhortación: “Venerables hermanos, utilizad sin demora todo medio que esté a vuestro alcance a fin de que los cristianos confiados a vuestra solicitud purifiquen su espíritu con la penitencia y se inflamen de un mayor fervor de piedad” [37].
El espíritu de penitencia y de expiación debe animar siempre toda auténtica renovación de la Iglesia, como la que el Papa Juan XXIII esperaba que se produjera a causa del Concilio Vaticano II. Esta postura protege a la Iglesia del espíritu de activismo terreno. Así enseñaba el Papa hacia el final de su encíclica: “Todo el pueblo cristiano, en obsequio a nuestra exhortación, dedicándose más intensamente a la oración y a la práctica de la mortificación, ofrecerá un admirable y conmovedor espectáculo de ese espíritu de fe que debe animar indistintamente a todo hijo de la Iglesia. Este espíritu no dejará de mover saludablemente incluso el ánimo de los que, excesivamente preocupados y distraídos por las cosas terrenas, se han dejado llevar por el descuido de sus deberes religiosos” [38]. En las palabras que siguen se puede recoger el verdadero espíritu que animaba al Papa del Concilio y ciertamente a la pars maior et sanior de los Padres Conciliares: “Es necesario que los cristianos reaccionen con la fortaleza de los mártires y de los santos que han iluminado siempre a la Iglesia Católica. De este modo todos podrán contribuir, según su particular estado, al mejor resultado del Concilio Ecuménico Vaticano II, que debe precisamente llevar a un reflorecimiento de la vida cristiana” [39].
4. El deber de disponer a los fieles a los sacramentos (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9).
El Concilio en la constitución dogmática Lumen Gentium enseña que los sacramentos son los medios principales por los que todos los fieles de cualquier estado o condición son llamados por el Señor a la perfección de la santidad [40]. El fin principal de los sacramentos consiste, según la Sacrosanctum Concilium n. 59, en la santificación de los hombres, en la edificación del Cuerpo Místico de Cristo y en el culto que se rinde a Dios. Pocas veces en el curso de la historia de la Iglesia el Magisterio supremo ha insistido tanto sobre la importancia y la centralidad de la sagrada liturgia, y particularmente del Sacrificio Eucarístico, como lo ha hecho el Concilio Vaticano II. El hecho de que el primer documento del Concilio a ser discutido y aprobado fuese dedicado a la liturgia, esto es, al culto divino, es significativo y manifiesta este claro mensaje del primado de Dios: Dios y el culto de adoración que la Iglesia le rinde deben ocupar el primer puesto en toda la vida y actividad de la Iglesia. La Sacrosanctum Concilium nos enseña: “Sacra Liturgia est precipue cultus divinae maiestatis” [41]; y por esto el culto de la majestad divina debe ser el culmen de toda la actividad de la Iglesia: “Liturgia est culmen ad quod actio Ecclesiae tendit et simul fons unde omnis eius virtus emanat” [42].
La sagrada liturgia es primaria y necesariamente la verdadera fuente del espíritu cristiano, dice el decreto sobre la formación sacerdotal [43]. La finalidad de todos los sacramentos se encuentra, a su vez, en el misterio eucarístico, sostiene el Decreto sobre el ministerio y la vida de los sacerdotes citando a Santo Tomás de Aquino: “Eucharistia est omnium sacramentorum finis” [44]; y agrega: “In Sanctissima enim Eucharistia totum bonum spirituale Ecclesiae continetur” [45]. Dice todavía el mismo documento que la Eucaristía es la fuente y la culminación de toda la evangelización, luego con mayor razón la Eucaristía es la fuente y el culminación de toda la vida pastoral de la Iglesia. En la Sacrosanctum Concilium encontramos esta síntesis: “Sobre todo de la Eucaristía mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin” [46].
5. El deber de enseñar a los fieles todos los mandamientos de Dios (cf. Sacrosanctum Concilium, n. 9).
Otro elemento de la acción pastoral de la Iglesia es este: “la Iglesia debe enseñar a los fieles todo lo que Cristo ha mandado” [47]. Los Pastores de la Iglesia tienen pues el deber de enseñar la ley y los mandamientos divinos en toda su integridad. En la Declaración sobre la libertad religiosa el Concilio afirma: “La ley divina, que es eterna, objetiva y universal, es la norma suprema de la vida humana y debe ordenar, dirigir y gobernar todos los caminos de la comunidad humana” [48]. La Constitución pastoral Gaudium et Spes sostiene: “El hombre tiene en realidad una ley escrita por Dios dentro del corazón en cuya obediencia consiste la dignidad misma del hombre y de acuerdo con ella será juzgado” [49]. El mismo documento pastoral afirma: “Los cónyuges cristianos son concientes de que no pueden proceder a su arbitrio sino que siempre han de ser regidos por una conciencia conforme con la misma ley divina, dóciles al magisterio de la Iglesia, que interpreta de modo auténtico esa ley a la luz del Evangelio” [50].
El Concilio prosigue afirmando: “La disociación, constatada en muchos, entre la fe que profesan y su vida cotidiana, se cuenta entre los más graves errores de nuestro tiempo” [51]. Tal error ha llegado a ser más manifiesto aún en los últimos años en los que se observa el fenómeno de personas que aunque se profesan católicos apoyan al mismo tiempo leyes contrarias a la ley natural y a la ley divina y contradicen abiertamente el Magisterio de la Iglesia. Cómo resuenan actuales estas palabras del Concilio: “No se cree por tanto una oposición artificial entre las actividades profesionales y sociales, de una parte, y la vida religiosa por otra” [52]. La vida moral, doméstica, profesional, científica, social debe estar guiada por la fe y ordenada de tal modo a la gloria de Dios. Constatamos de nuevo en estas enseñanzas del Concilio la importancia del primado de la voluntad de Dios y de Su gloria en la vida de todo fiel y de toda la Iglesia. El Concilio afirma esto no sólo en un documento sobre la liturgia sino en el documento pastoral por excelencia; la Constitución Pastoral Gaudium et Spes.
6. El deber de promover el apostolado de los laicos (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9).
Otro punto esencial de la vida pastoral es este: “La Iglesia debe incitar a los fieles a todas las obras de caridad, de piedad y de apostolado” [53]. En este punto reside la mayor contribución histórica del Concilio Vaticano II a la valorización de la dignidad y del rol específico de los fieles laicos en la vida y en la actividad de la Iglesia. Se puede decir que dicha contribución es un desarrollo orgánico y un coronamiento del magisterio del Papa Pío XI acerca de la cuestión de los fieles laicos. La Constitución dogmática Lumen Gentium nos presenta una formidable síntesis sobre la cuestión de los laicos en la Iglesia y en el mundo con un sólido fundamento teológico y una clara indicación pastoral, diciendo: “Además saneen los laicos las instituciones y las condiciones del mundo cuando promuevan el pecado, de manera que todas se vuelvan conformes con las normas de la justicia y, antes que obstaculizar, favorezcan el ejercicio de las virtudes. Así, actuando, impregnarán de valores morales la cultura y las obras humanas. Con este modo de obrar el campo del mundo se halla mejor preparado para acoger la semilla de la palabra divina y al mismo tiempo las puertas de la Iglesia se abren más ampliamente para permitir que el anuncio de la paz entre en el mundo. Por la misma economía de la salvación aprendan los fieles laicos a distinguir bien entre los derechos y los deberes que les incumbe en cuanto miembros de la Iglesia y los que les competen como miembros de la sociedad humana. Busquen de ponerlos en armonía entre sí, recordando que en toda cosa temporal deben guiarse por la conciencia cristiana puesto que ninguna actividad humana, ni aún en los asuntos temporales, puede ser sustraída al mandato de Dios. En nuestro tiempo es sumamente necesario que esta distinción y esta armonía resplandezcan del modo más claro posible en la manera de obrar de los fieles, a fin de que la misión de la Iglesia pueda más plenamente responder a las particulares condiciones del mundo moderno. En efecto, así como se ha de reconocer que la ciudad terrena, legítimamente dedicada a los cuidados seculares, está regida por principios propios, así también con razón se ha de rechazar la infausta doctrina que pretende construir la sociedad sin consideración alguna por la religión e impugna y elimina la libertad religiosa de los ciudadanos” [54].
El Concilio condena aquí al laicismo, sin utilizar la palabra, citando a León XIII [55] que decía: “La legítima sana laicidad del Estado es uno de los principios de la doctrina católica” [56]. El Papa continuaba diciendo: “La vida de los individuos, la vida de las familias, la vida de las grandes o pequeñas colectividades, estará alimentada por la doctrina de Jesucristo, que es amor de Dios y, en Dios, amor al prójimo” [57]. Esta doctrina encuentra en los elementos esenciales un eco claro sea en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, sea en la Constitución pastoral del Concilio Vaticano II.
Acerca de la vocación propia de los laicos el Concilio dice: “Es propio de los laicos buscar el reino de Dios tratando las cosas temporales y ordenándolas según Dios” [58]. En el Decreto sobre el apostolado de los laicos el Concilio habla de la idolatría de las cosas temporales a causa de una excesiva confianza en el progreso de las ciencias naturales y de la técnica [59]. El Concilio prosigue afirmando que la vida matrimonial y familiar es el ejercicio y la escuela por excelencia del apostolado de los laicos [60]. En efecto, la vida matrimonial y familiar es el lugar donde la religión cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma cada vez más. La familia cristiana proclama en voz alta al mismo tiempo las virtudes presentes del reino de Dios y la esperanza de la vida bienaventurada. Así, con su ejemplo y con su testimonio, arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad [61]. Podemos constatar hoy cuan actual es esta expresión del Concilio: la familia cristiana y católica es una viva acusación del mundo al argüir al mundo de pecado.
La forma peculiar del apostolado de los laicos consiste en el testimonio de la vida de fe, de esperanza y de caridad: se excluye, en consecuencia, cualquier apostolado de activismo y de intereses terrenos. Podemos individualizar en el Decreto sobre los laicos un breve vademécum del apostolado laico, donde el Concilio enseña que la conformación interior del apóstol laico debe ser una conformación con Cristo sufriente y que la finalidad de su apostolado es la salvación eterna de los hombres en el mundo. Dice el Concilio: “Recuerden todos que con el culto público y la oración, con la penitencia y la aceptación espontánea de las fatigas y penas de la vida, mediante los cuales se conforman con el Cristo sufriente (cfr. II Corintios, 4, 10, Colosenses, 1, 24), ellos pueden llegar a todos los hombres y contribuir a la salvación de todo el mundo” [62]. A menudo el apóstol laico a causa de su fidelidad a Cristo, pone en peligro incluso su vida, dice el Concilio [63].
7. El deber de promover la vocación de todos a la santidad (cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 9).
La última nota esencial de la actividad pastoral de la Iglesia consiste en promover la vocación de todos a la santidad, diciendo que los seguidores de Cristo, aunque sin ser de este mundo, deben ser sin embargo la luz del mundo [64]. Más específicamente el Concilio trata este tema en el capítulo quinto de la Constitución dogmática Lumen Gentium, números 39 a 42: “De universali vocatione ad sanctitatem in Ecclesia”. En esto puede verse la contribución verdaderamente histórica, más específica y propia del Concilio Vaticano II. La santidad consiste en el fondo en la imitación de Cristo, de Cristo pobre y humilde, de Cristo que lleva la Cruz, dice la Constitución Lumen Gentium en el número 41. La imitación de Cristo alcanza su culminación en el martirio, en el valiente testimonio de Cristo delante de los hombres (número. 42). El Concilio dice: “Todos deben estar prontos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirlo por el camino de la cruz durante las persecuciones, que nunca faltan en la Iglesia” [65].
III. La auténtica intención y finalidad del Concilio Vaticano II
Para una correcta lectura de los textos del Concilio Vaticano II es necesario tomar en consideración la característica específica del tiempo en el que se desarrolló. En la homilía del Papa Paulo VI, durante la ultima congregación general del Concilio Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965, el Pontífice da la siguiente descripción del período histórico en el que se celebraba el Concilio: “El tiempo en el que él se ha cumplido, un tiempo que cada uno reconoce como empeñado en la conquista del reino de la tierra antes que del reino de los cielos, un tiempo en el que el olvido de Dios se ha hecho habitual sugerido, al parecer, sin razón, por el progreso científico, un tiempo en el que el acto fundamental de la personalidad humana, vuelta más conciente de sí y de la libertad, tiende a pronunciarse por la propia autonomía absoluta liberándose de toda ley trascendente, un tiempo en el que el laicismo parece la consecuencia legítima del pensamiento moderno y la sabiduría última del ordenamiento temporal de la sociedad, un tiempo, además, en el que las expresiones del espíritu alcanzan cimas de irracionalidad y desolación, un tiempo, en fin, que registra aun en las grandes religiones étnicas del mundo turbaciones y decadencias nunca antes experimentadas. En este tiempo se ha celebrado nuestro Concilio en honor de Dios” [66].
Según una expresión del Beato Papa Juan XXIII en el discurso tenido en ocasión de la última congregación general de la primera sesión del Concilio, el 7de diciembre de 1962, la única finalidad del Concilio y la única esperanza y confianza del Papa y de los Padres Conciliares consiste en esto: “Hacer conocer cada vez más a los hombres de nuestro tiempo el Evangelio de Cristo, hacerlo practicar de buen grado y hacerlo penetrar incisivamente en cada uno de los aspectos de la civilización” [67]. En el discurso de clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1962, el Papa Juan XXIII así presentaba la verdadera finalidad del Concilio y sus deseados frutos espirituales: “Porque la Santa Iglesia, firme en la fe, afianzada en la esperanza y más ardiente en la caridad, florezca en un nuevo y joven vigor, y, munida de leyes sacrosantas, sea más eficiente y más resuelta en ampliar el reino de Cristo” (Carta autógrafa a los Obispos de Alemania del 11 de enero de 1962) […] Entonces el Reino de Cristo sobre la tierra se extenderá por medio de un nuevo crecimiento. Entonces en el mundo resonará más alto y más suave el gozoso anuncio de la humana Redención, anuncio que confirmará los supremos derechos de Dios Omnipotente, los lazos de caridad fraterna entre los hombres, la paz que fue prometida sobre esta tierra a los hombres de buena voluntad” [68]. Según la intención y el deseo del santo Pontífice Juan XXIII el Concilio Vaticano II debe contribuir firmemente al siguiente fin: “Que en la entera familia humana crezcan, abundantísimos, los frutos de la fe, de la esperanza y de la caridad”. En esto consiste, de acuerdo con las palabras de Juan XXIII, la singular importancia y dignidad del Concilio [69].
IV. El desafío de interpretaciones discordantes
Para una interpretación correcta es necesario tener en cuenta la intención puesta de manifiesto en los mismos documentos conciliares y en las palabras específicas de los Papas conciliares Juan XXIII y Paulo VI. En suma, es necesario descubrir el hilo conductor de toda la obra del Concilio que es la salus animarum, que es la intención pastoral. Ésta, a su vez, depende y está subordinada a la promoción del culto divino y de la gloria de Dios, es decir que depende de la primacía de Dios. Esta primacía de Dios en la vida y en toda la actividad de la Iglesia se manifiesta inequívocamente en el hecho de que la Constitución sobre la liturgia ocupa cronológica e intencionalmente el primer puesto en la vasta obra del Concilio. Las siete notas esenciales de una teoría y praxis pastoral se encuentran, precisamente, en la Constitución que trata del culto de Dios y de la santificación de los hombres, en el número 9 de la Sacrosanctum Concilium, y son: 1. La urgencia de predicar a Cristo a los no creyentes a fin de que se conviertan. 2. La máxima solicitud respecto de la predicación de la doctrina de la fe. 3. El papel esencial de la penitencia en la vida de la Iglesia. 4. Los sacramentos como medios principales de la salvación, donde la Eucaristía ocupa el puesto central y culminante. 5. La integridad de la doctrina moral. 6. El apostolado de los laicos en la Iglesia y en la sociedad humana. 7. La vocación universal a la santidad.
La ruptura en la interpretación de los textos conciliares se manifiesta, característicamente, del modo más estereotipado y difundido, en la tesis de un viraje antropológico, secularizante o naturalista del Concilio Vaticano II respecto de la tradición eclesial anterior. Una de las manifestaciones más conocidas de tal interpretación errónea ha sido, por ejemplo, la llamada Teología de la Liberación y su consiguiente devastadora praxis pastoral. Cuál es el contraste que hay entre esta Teología de la Liberación y su praxis y el Concilio, aparece con evidencia en la siguiente enseñanza conciliar: “La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social: en efecto, el fin que le asignó es de orden religioso” [70]. Dice después el mismo documento que la naturaleza y misión de la Iglesia no están ligadas a ningún particular sistema político, económico o social [71]. La Constitución Gaudium et Spes cita las siguientes palabras de Pío XII: “Su Divino Fundador, Jesucristo, no ha conferido a la Iglesia ningún mandato ni fijado ningún fin de orden cultural. La tarea que Cristo le asigna es estrictamente religiosa. La Iglesia debe conducir a los hombres a Dios para que se donen a Él sin reservas. La Iglesia no puede jamás perder de vista este fin estrictamente religioso, sobrenatural. El sentido de toda acción suya, hasta el último canon de su Código, no puede sino referirse a ello directa o indirectamente” [72].
Una interpretación de ruptura, aunque de menor peso doctrinal, se manifiesta en el campo pastoral-litúrgico. A tal fin se puede mencionar la pérdida del carácter sagrado y sublime de la liturgia y la introducción de elementos gestuales más antropocéntricos. Este fenómeno se evidencia en tres prácticas litúrgicas asaz conocidas y difundidas en la casi totalidad de las parroquias del orbe católico: la desaparición casi total del uso de la lengua latina, la recepción del Cuerpo Eucarístico de Cristo directamente en la mano y de pie y la celebración del Sacrificio Eucarístico en la modalidad de un círculo cerrado en el que sacerdote y pueblo se miran recíprocamente a la cara. Este modo de rezar, a saber, no estar todos orientados en la misma dirección -que es una expresión corporal y simbólica más natural respecto de la verdad de estar todos espiritualmente vueltos hacia Dios en el culto público- contradice la práctica que Jesús mismo y sus Apóstoles han observado en la oración pública, sea en el templo sea en la sinagoga. Contradice además el testimonio unánime de los Padres de la Iglesia y de toda la tradición posterior de la Iglesia oriental y occidental. Estas tres prácticas pastorales y litúrgicas, de clamorosa ruptura con la ley de la oración mantenida por generaciones de fieles católicos durante al menos un milenio, no encuentran ningún apoyo en los textos conciliares, por el contrario, más bien contradicen o bien un texto específico del Concilio (en lo concerniente la lengua latina, véase Sacrosanctum Concilium, números. 36 § 1; 54), o bien la mens, la verdadera intención de los Padres conciliares, como se puede verificar en las actas del Concilio.
En el desorden hermenéutico de las interpretaciones contradictorias y en la confusión de las aplicaciones pastorales y litúrgicas, el único interprete auténtico de los textos conciliares no es otro que el Concilio mismo conjuntamente con el Papa. Se podría hacer una analogía con el confuso clima hermenéutico de los primeros siglos de la Iglesia, provocado por las arbitrarias interpretaciones bíblicas y doctrinales por parte de grupos heterodoxos. En su famosa obra De praescriptione haereticorum, Tertuliano podía contraponer a los herejes de diversa orientación el hecho de que solamente la Iglesia posee la “praescriptio”, esto es que sólo la Iglesia es la propietaria legítima de la fe, de la palabra de Dios y de la tradición. Con esto, en las disputas sobre la verdadera interpretación, la Iglesia puede rechazar a los herejes a limine fori. Solamente la Iglesia puede decir, según Tertuliano: “Ego sum heres Apostolorum” [73]. Hablando analógicamente, sólo el Magisterio supremo del Papa podrá decir: “Ego sum heres Concilii Vaticani II”.
En las pasadas décadas existieron, y hasta ahora existen, dentro de la Iglesia, grupos que hacen un enorme abuso del carácter pastoral del Concilio y de sus textos, escritos conforme con dicha intención pastoral, ya que el Concilio no quería presentar enseñanzas propias definitivas e irreformables. Por la misma naturaleza pastoral de los textos del Concilio se evidencia que estos textos están, en principio, abiertos a complementos y a ulteriores precisiones doctrinales.
Teniendo en cuenta la experiencia, ya de varias décadas, de interpretaciones doctrinal y pastoralmente equivocadas y contrarias a la continuidad bimilenaria de la doctrina y de la oración de la fe, surge la necesidad y la urgencia de una intervención específica y autorizada del Magisterio pontificio para una interpretación auténtica de los textos conciliares con complementos y precisiones doctrinales; una especie de “Syllabus errorum circa interpretationem Concilii Vaticani II”. Hay necesidad de un nuevo Syllabus, esta vez dirigido no tanto contra los errores provenientes de afuera de la Iglesia sino contra los errores difundidos dentro de la Iglesia por parte de los que sostienen la tesis de la discontinuidad y de la ruptura con su aplicación doctrinal, litúrgica y pastoral. Tal Syllabus debería constar de dos partes, la parte que señale los errores y la parte positiva con las proposiciones aclaratorias, complementarias y de precisión doctrinal.
Se evidencian dos grupos que sostienen la teoría de la ruptura. Uno de ellos intenta protestantizar doctrinal, litúrgica y pastoralmente la vida de la Iglesia. Del lado opuesto están aquellos grupos tradicionalistas que, en nombre de la Tradición, rechazan el Concilio y se substraen a la sumisión al supremo y viviente Magisterio de la Iglesia, a la Cabeza visible de la Iglesia, el Vicario de Cristo sobre la tierra, sometiéndose por ahora tan sólo a la Cabeza invisible de la Iglesia, a la espera de tiempos mejores.
El Papa Paulo VI explicaba así durante el Concilio el significado de la verdadera renovación de la Iglesia: “Nos pensamos que sobre esta línea debe desarrollarse la nueva psicología de la Iglesia: clero y fieles encontrarán un magnífico trabajo espiritual a realizar para la renovación de la vida y de la acción según Cristo el Señor; y a este trabajo Nos invitamos a Nuestros Hermanos y a Nuestros Hijos: aquellos que aman a Cristo y a la Iglesia están con nosotros en el profesar más claramente el sentido de la verdad, propio de la tradición doctrinal que Cristo y los Apóstoles inauguraron; y con ello el sentido de la disciplina eclesiástica y de la unión profunda y cordial que nos hace a todos confidentes y solidarios, como miembros de un mismo cuerpo” [74].
El Papa Paulo VI, explicando la mens del Concilio, afirmaba en el discurso durante la octava sesión pública: “A fin de que todos seamos confortados en esta renovación espiritual proponemos a la Iglesia recordar plenamente las palabras y los ejemplos de Nuestros dos últimos Predecesores, Pío XII y Juan XXIII, a los que tanto deben la misma Iglesia y el mundo, y a tal fin disponemos que sean iniciadas canónicamente los procesos de beatificación de estos excelsos y piisimos y a Nos carísimos Sumos Pontífices. Será, de este modo, secundado el deseo que, por el uno y por otro, ha sido en tal sentido expresado por innumerables voces; será así asegurado para la historia el patrimonio de su herencia espiritual, se evitará que ningún otro motivo, que no sea el culto de la verdadera santidad y, por esto, de la gloria de Dios y la edificación de su Iglesia, recompongan sus auténticas y queridas figuras para nuestra veneración y la de los siglos futuros”.
En substancia dos han sido los impedimentos para que la verdadera intención del Concilio y su magisterio pudieran dar frutos abundantes y duraderos. Uno se encontraba fuera de la Iglesia, en el violento proceso de revolución cultural y social de los años ´60, que como todo fuerte fenómeno social penetraba en el interior de la Iglesia, contagiando con su espíritu de ruptura vastos ámbitos de personas y de instituciones. El otro impedimento se manifestaba en la falta de sabios y al mismo tiempo intrépidos pastores de la Iglesia que estuviesen dispuestos a defender la pureza y la integridad de la fe y de la vida litúrgica y pastoral, no dejándose influenciar ni por el elogio ni por el temor: nec laudibus, nec timore.
El Concilio de Trento afirmaba ya en uno de sus últimos decretos sobre la reforma general de la Iglesia: “El santo sínodo, movido por tantos graves males que padece la Iglesia, no puede dejar de recordar que la cosa más necesaria a la Iglesia de Dios es […] elegir pastores óptimos e idóneos; con mayor razón en cuanto que Nuestro Señor Jesucristo pedirá cuentas de la sangre de aquellas ovejas que hubiesen perecido a causa del mal gobierno de pastores negligentes y olvidadizos de su deber” [75]. Prosigue el Concilio: “En cuanto a todos aquellos que por cualquier razón tienen, por parte de la Santa Sede, algún derecho a intervenir en la promoción de los futuros prelados o a los que participan de algún modo en ello […] el santo Concilio los exhorta y amonesta a que recuerden, sobre todo, que nada pueden hacer más provechoso para la gloria de Dios y la salvación de los pueblos, que empeñarse en elegir pastores buenos e idóneos para gobernar la Iglesia” [76].
Hay pues verdadera necesidad de un Syllabus conciliar con valor doctrinal y hay, además, necesidad de aumentar el número de Pastores santos, intrépidos y profundamente enraizados en la tradición de la Iglesia, ajenos a toda mentalidad de ruptura ya en lo doctrinal, ya en lo litúrgico. En efecto, estos dos elementos constituyen la condición indispensable a fin de que la confusión doctrinal, litúrgica y pastoral disminuya significativamente y la acción pastoral del Concilio Vaticano II pueda traernos muchos y duraderos frutos en el espíritu de la tradición, que se religa con el espíritu que reinaba en todo tiempo, en todas partes y en todos los verdaderos hijos de la Iglesia católica, que es la única y verdadera Iglesia de Dios sobre la tierra.
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Notas
* Conferencia pronunciada en Roma el 17 de diciembre de 2010. El autor es Obispo Auxiliar de Karaganda.
[1] Código de Derecho Canónico, canon 1752: “Tener en cuenta la salvación de las almas, que debe ser siempre la suprema ley en la Iglesia”.
[2] En el Ordinario del Misal Romano, antes del ofrecimiento del cáliz, el celebrante mezcla vino y agua y dice: “Oh Dios, que tan maravillosamente formaste la dignidad de la naturaleza humana y más maravillosamente la reformaste, haznos por el misterio de esta agua y vino, participar de la Divinidad de Aquel que se dignó hacerse partícipe de nuestra humanidad” (N del T).
[3] Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, n. 10.
[4] Ibidem.
[5] Constitución sobre la Sagrada Liturgia…, o. c., n- 9.
[6] Constitución Dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, n. 14.
[7] Constitución Dogmática sobre la Iglesia…, o. c., n. 8. Cf. también n. 28.
[8] Cf. Constitución dogmática sobre la Iglesia…, o. c., n. 49.
[9] Constitución Dogmática sobre la Iglesia…, o. c., n. 50.
[10] Cf. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, n. 10.
[11] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium Vaticanum II. Constitutiones, Decreta, Declarationes, Città del Vaticano 1966, p. 905).
[12] Sacrosanctum Oecumenicum Conclium…, o. c., página 989.
[13] Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia Ad gentes, n. 8.
[14] Cf. Decreto sobre la actividad…, o. c., n. 7.
[15] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium…, o. c., página 861: “Que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y propuesto con mayor eficacia”.
[16] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium…, o. c., página 864: “Es necesario que la entera doctrina cristiana, sin menoscabo de ninguna de sus partes, sea en nuestros tiempos recibida por todos los hombres”.
[17] Declaración sobre la libertad religiosa…, o. c., n. 14.
[18] Ibidem.
[19] Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, n. 28.
[20] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium…, o. c., página 913.
[21] Decreto sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, n. 6.
[22] Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo…, o. c., n. 47.
[23] Ibidem.
[24] Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo…, o. c, n. 51.
[25] Cf. Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia…, o. c., n. 15.
[26] Cf. Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo…, o. c., n. 56.
[27[ Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo…, o. c., n. 7.
[28] Cf. Sacrosanctum Oecumenicum Concilium…, o. c., páginas 1064, 1065.
[29] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium…, o. c., páginas 1039, 1040.
[30] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium…, o. c., páginas 1053, 1054.
[31] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium…, o. c., página 1067.
[32] Cf. Decreto sobre la actividad misionera…, o. c., n. 22.
[33] Cf. Constitución dogmática sobre la Iglesia…, o. c., n. 36.
[34] Cf. Decreto sobre la actividad misionera…, o. c., n. 24.
[35] SS JUAN XXIII, Carta Encíclica Paenitentiam agere, II, 2.
[36] Ibidem.
[37] Ibidem, II, 3.
[38] Ibidem.
[39] Ibidem, II, 2.
[40] Constitución dogmática sobre la Iglesia…, o. c., n. 11.
[41] Constitución sobre la Sagrada…, o. c., n. 33.
[42] Ibidem, n. 10.
[43] Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, n. 16.
[44] Summa Theologiae III, q 73, a 3, corpus: “La Eucaristía es el fin de todos los sacramentos”.
[45] Summa Theologiae III, q. 65, a 3, ad 1: “En la Santísima Eucaristía se contiene, pues, todo el bien espiritual de la Iglesia. Cf. Presbyterorum ordinis, n. 5.
[46] Constitución sobre la Sagrada Liturgia…, o. c., n. 10.
[47] Ibidem, n. 9.
[48] Declaración sobre la libertad…, o. c., n. 3.
[49] Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo…, o. c., n. 16.
[50] Ibidem, n. 50.
[51] Ibidem, n. 43.
[52] Ibidem.
[53] Constitución sobre la Sagrada Liturgia…, o. c., n. 9.
[54] Constitución dogmática sobre la Iglesia…, o. c., n. 36.
[55] Encíclica Inmortale Dei, 1 de noviembre de 1885: AAS 18 (1885), pp. 166ss. Ídem, Encíclica Sapientiae Christianae, 10 de enero de 1890: AAS 22(1889-90), pp. 397ss. Pío XII, Discurso Alla vostra filiale, 23 de marzo 1958: AAS 50 (1958), p. 220.
[56[ Ibidem.
[57] Ibidem.
[58] Constitución dogmática sobre la Iglesia…, o. c., n. 31.
[59] Cf. Decreto sobre el apostolado de los…, o. c., n. 7.
[60] Constitución dogmática sobre la Iglesia…, o. c., n. 35.
[61] Ibidem.
[62] Decreto sobre el apostolado de…, o. c., n. 16.
[63] Cf. Ibidem, n. 17.
[64] Cf. Constitución sobre la Sagrada Liturgia..., o. c., n. 9.
[65] Constitución dogmática sobre la Iglesia…, o. c., n. 42.
[66] Sacrosanctum Oecumenicum Concilium…, o. c., páginas 1063, 1064.
[67] Ibidem, páginas 881, 882.
[68] Ibidem, página 981.
[69] Cf. Ibidem.
[70] Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo…, o. c., n. 42.
[71] Ibidem.
[72] S. S. PÍO XII, Discurso a los cultores de historia y arte, 9 de marzo de 1956. AAS 48 (1956), p. 212.
[73] Praescriptio, 37, 3.
[74] S. S. Paulo VI, Discurso en la octava sesión pública del Concilio Vaticano II, 18 de noviembre de 1965, p. 1054. Cf. Sacrosanctum Oecumenicum Concilium…, o. c., página1054.
[75] SESSIO XXIV, Decretum de reformatione, can. 1
[76] Ibidem.
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