martes, 2 de febrero de 2021

Reflexiones a propósito de la Legalización del Aborto en la Argentina - Mario Caponnetto

Reflexiones a propósito de la Legalización del Aborto en la Argentina
Mario Caponnetto

[EL CAMINO] Finalmente, cumplidos todos los plazos y procedimientos legales, tras ser sancionada por el Parlamento en la fatídica madrugada del 30 de diciembre de 2020 (una fecha que quedará en la historia de las grandes desgracias de nuestra maltrecha Nación), el pasado domingo 24 de enero de 2021, entró en vigencia la ley 27.610 que legaliza la eufemísticamente llamada “interrupción voluntaria del embarazo”, esto es, en buen romance, el asesinato intrauterino de un ser humano en gestación.

De hecho, desde 2012, el aborto legal regía en el país; en efecto, el tristemente célebre “fallo FAL” de la Corte Suprema de Justicia -en realidad una ley bajo la apariencia de un fallo judicial ya que no se limitaba a interpretar una ley vigente sino que imponía otra totalmente nueva- con su secuela de los llamados “Protocolos ILE” (interrupción legal del embarazo) impuestos obligatoriamente a todos los Estados provinciales, constituía una indisimulada imposición del aborto por vía judicial. Ahora, esta nueva ley no hace sino ratificar y ampliar lo que ya estaba vigente. Pues bien, este hecho nos mueve a formular algunas reflexiones.

En primer lugar, ¿qué es lo que la ley consagra? No otra cosa que el derecho de la mujer a matar a su hijo en gestación, hasta la semana catorce inclusive, sin otra causa que su simple, expresa y omnímoda voluntad de matar. Léase con atención el artículo 4 de la nueva ley:

Interrupción voluntaria del embarazo. Las mujeres y personas con otras identidades de género con capacidad de gestar tienen derecho a decidir y acceder a la interrupción de su embarazo hasta la semana catorce (14), inclusive, del proceso gestacional.

Está claro, pues, que la llamada “interrupción voluntaria del embarazo” es un derecho de la mujer, derecho irrestricto, no sujeto ni condicionado a nada más que la mera voluntad materna. No hay causales de aborto: éstas sólo se aplican a partir de la semana quince como expresamente lo dispone el mismo artículo cuarto de la ley:

Fuera del plazo dispuesto en el párrafo anterior, la persona gestante tiene derecho a decidir y acceder a la interrupción de su embarazo solo en las siguientes situaciones:

a) Si el embarazo fuere resultado de una violación, con el requerimiento y la declaración jurada pertinente de la persona gestante, ante el personal de salud interviniente.

En los casos de niñas menores de trece (13) años de edad, la declaración jurada no será requerida;

b) Si estuviere en peligro la vida o la salud integral de la persona gestante [1].

Es decir, la ley distingue claramente entre el aborto, sujeto únicamente a la voluntad materna y elevado a la categoría de un derecho humano fundamental, y el aborto por determinadas causas que, como se deprende de la sola lectura del texto, son asaz difusas e imprecisas.

Se impone, por tanto, una distinción que considero esencial. Hasta ahora el aborto se planteaba como un hecho que respondía a ciertas causas; algo así como una “solución” (si cabe esta palabra) a un problema planteado a partir de una gestación. La discusión, entonces, discurría por otros carriles: se estaba ante un dilema de carácter social, psicológico o médico; y frente a ese dilema el aborto se proponía como solución. Se podía, por tanto, argumentar que el aborto no era la salida de cara a dichos dilemas: el aborto no resuelve el drama de la violación, no es un medio adecuado para enfrentar determinados problemas de salud, pública o individualmente considerada, no es el camino que conduzca a la resolución de problemas psicológicos o sociales. Ahora no: el aborto hasta la semana catorce no viene a pretender “resolver” problema alguno, ni se plantea como salida frente a un dilema. Es simplemente el derecho absoluto de una mujer a matar a su hijo de catorce semanas de gestación.

Pues bien, ¿cómo es un ser humano a las catorce semanas de su gestación? La respuesta la da la más elemental embriología: basta con una simple mirada a una ecografía. A las catorce semanas de embarazo tiene lugar el paso de embrión a feto; éste pesa unos treinta gramos y mide aproximadamente diez centímetros. Parece un bebé en miniatura. 

El saco vitelino ha desparecido y su alimentación se realiza por vía de la placenta, un órgano materno fetal que irá creciendo junto con el feto. Si bien la cabeza sigue siendo todavía desproporcionada en relación al cuerpo, los rasgos faciales van haciéndose cada vez más evidentes y hasta puede verse como el feto (un ser humano en gestación) hace gestos con los músculos de su cara, se chupa el dedo y la pequeña mano y agita sus brazos. La imagen de la ecografía muestra claramente la cara con ojos, nariz, labios y mentón; la cabeza y el cuello están visiblemente separados entre sí. El reflejo de agarre también está claramente desarrollado: lo practica a veces con su propio cordón umbilical. El cuerpo, las extremidades y todos los órganos internos ya están formados: tiene cerebro, corazón, riñones, aparato respiratorio, tubo digestivo, aparato osteomuscular; en lo que sigue el feto no hará sino crecer y madurar. A partir de esta semana es posible, incluso, determinar el sexo.

Entonces, ¿a quién estamos eliminando? Ya ni siquiera caben los falaces argumentos de que se trata de un conjunto indefinido de células o que el cigoto y las primeras organizaciones celulares no pueden considerarse un ser humano. Ya no hay dudas. Aquel que puede ser eliminado por la sola voluntad materna tiene rostro, tiene una mirada que espera ver la luz, brazos y manos que esperan extenderse más allá del tranquilo y silencioso claustro del útero, piernas y pies que aguardan caminar por los caminos de la tierra, pulmones que aguardan el aire fresco de las mañanas, oídos que esperan los sonidos del mundo… Esta ley consagra el filicidio como derecho humano. Es la barbarie en todo su trágico esplendor.

Una segunda reflexión apunta a otro aspecto tan o, quizás, más importante que el primero. La consagración del aborto legal en Argentina viene a culminar, por ahora, un largo proceso de descristianización de nuestra sociedad, profundamente secularizada por décadas de laicismo y en los últimos treinta y siete años por el imperio irrestricto de la democracia, hija de la derrota de Malvinas y sirvienta del Nuevo Orden Mundial. La agenda de esta democracia estuvo muy clara desde el principio: transformar de raíz la identidad católica e hispánica de la Argentina desterrando de cuajo cuanto vestigio, por débil y remoto que fuera, restase de esa identidad, mediante una guerra cultural despiadada que se ha venido ejecutando sin pausa a lo largo de todo el periplo democrático. El objetivo, expresamente buscado y procurado, de esta guerra no era ni es otro que imponer en nuestro país el falso humanismo globalista con su falsa ética de derechos humanos, democracia sacralizada, ideología de género y ecologismo radicalizado.

Por esta razón, a partir sobre todo de la experiencia kirchnerista, este proceso de descomposición se ha ido acelerando con la sanción de un conjunto de leyes inicuas: divorcio, educación sexual, salud reproductiva (anticoncepción), matrimonio igualitario, identidad de género y ahora el aborto. En consecuencia la sanción de esta ley debe necesariamente ser vista y examinada en este contexto general que, por otra parte, no es sino el capítulo argentino de un proceso universal de desintegración de las naciones otrora cristianas.

La pregunta que hay que plantearse, en consecuencia, es esta: ¿qué resistencia efectiva hemos opuesto como católicos y argentinos a esta guerra cultural y a su brutal ofensiva? Una respuesta adecuada a esta pregunta nos obliga a efectuar un cierto paralelismo con la guerra revolucionaria que en los años sesenta y setenta tiño de sangre y muerte la vida nacional. Aquella era otra guerra aun cuando, en muchos aspectos, sus objetivos respectivos coincidan en más de un punto. Era una guerra que buscaba la conquista del poder mediante el terror para imponer la utopía comunista. Era más frontal, más cruda y cruenta en sus métodos, dirigida desde un muy bien identificado y visible centro de poder que contaba para ello con agentes locales.

Apresurémonos a decir que, pese al heroísmo y al sacrifico, incluso de la vida, de muchos, aquella guerra se perdió. Las fuerzas naturales de resistencia a cuyo cargo debió estar una contraofensiva inteligente y eficaz, fracasaron. Mutatis mutandis, también en esta guerra cultural las fuerzas naturales de resistencia fallaron. Pero el mayor fracaso se ha de atribuir a nosotros, católicos, a quienes el Señor nos mandó ser luz del mundo y sal de la tierra. Hemos estado muy lejos de ser sal y luz.

Nos hemos limitado a ofrecer resistencias -mayores o menores- a cada una de las ofensivas del enemigo sin una clara conciencia de que debíamos oponer una resistencia orgánica, global, sistemática y, por encima de todo, auténticamente católica. El cargo va especialmente dirigido a la Jerarquía. Prueba de ello es, entre otras muchas que pueden enumerarse, la lamentable declaración de la Conferencia Episcopal Argentina dada a conocer el mismo día 30 de diciembre del año pasado. Pero no podemos eludir la grave responsabilidad que en esto le cabe al laicado.

Lo que se perdió, o parece haberse perdido, entre los católicos, es la noción de que existe un orden social y político cristiano, que se inspira en el Evangelio, y que es preciso luchar y velar porque ese orden sea instaurado: omnia instaurare in Christo. Es la noble bandera del Reinado Social de Jesucristo la que ha sido arriada. Y esta defección ha sido el fruto amargo de una conciencia católica disminuida. Así el ideal de la Ciudad Católica, imagen terrena de la Ciudad de Dios, fue sustituido por la ciudad pluralista en la que apenas si hemos pedido un lugar para Cristo en el concierto de la pluralidad de todas las opiniones en una suerte de nueva Babel. Nos hemos olvidado que allí donde Cristo, Verdad encarnada, no reina, reina en su lugar el Padre de la Mentira que es homicida.

La Cristiandad, es cierto, ya no existe como la hemos conocido. La Iglesia del post Concilio, por su parte, se encargó de sepultarla. Esto no debe sorprendernos pues sólo a la Iglesia le ha sido prometida la permanencia hasta el fin de los tiempos. Pero esto no quiere decir que no nos propongamos reconstruirla levantando, como dice San Pío X, la ciudad de los hombres sobre sus cimientos naturales y sobrenaturales bajo la guía de la Iglesia [2].

La última reflexión que nos suscita esta amarga derrota es qué debemos hacer en el futuro. Es necesario que el catolicismo argentino abandone su actual postura de ir a la zaga de los acontecimientos y pase a la ofensiva. Esta ofensiva ha de consistir en una lucha orgánica y sostenida, que abarque todos los frentes posibles, en pro de la instauración de un orden cristiano en nuestra patria. La idea de que no sólo los individuos sino también las naciones tienen la grave obligación de servir al Dios verdadero y de someterse a sus mandamientos ha de ser retomada tras décadas de falso pluralismo y de un no menos falso ecumenismo que nos han llevado a una radical descristianización de nuestra sociedad y de nuestra cultura.

El aborto legalizado es, por ahora, el fruto más amargo de nuestras reiteradas claudicaciones.





Notas:

[1] El artículo 1 del Decreto 14/2021 del Poder Ejecutivo Nacional, de fecha 15 de enero de 2021, observa y suprime la palabra “integral” a continuación de la palabra “salud”. No obstante, en los considerandos del mencionado Decreto, se establece: “Que, de conformidad con los estándares de la ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD (Constitución de la Organización Mundial de la Salud) y la normativa internacional y local vigente (Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, Protocolo Facultativo adicional a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, Ley N° 26.657, entre otras), la salud no requiere calificativos para ser comprendida en su concepto”. Esto significa consagrar el llamado “nuevo paradigma” de salud impuesto hace años por la OMS.

[2] Cf. SS Pio X, Notre charge apostolique, n. 11, 25 de agosto de 1910.



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