miércoles, 22 de abril de 2020

Cuarentena. “Su Pecado puede Esperar” - Ernesto Alonso

Cuarentena
“Su Pecado puede Esperar”
Ernesto Alonso 


[EL CAMINO] Martes pasado, seis de la tarde, más o menos. Caminaba por una amplia avenida cercana a mi domicilio en la ciudad de Buenos Aires, y presuroso por llegar a los abastecedores de alimentos, antes de que el estado de sitio sanitario decretara el vacío compulsivo de los espacios públicos, pasé frente a un hotel que me hizo meditar un poco.
      
No se trata de cualquier hotel el que encontré en mi camino; son esos que se contratan por espacios bien precisos de tiempo, en los que el anonimato es la regla principal de trato y de funcionamiento y también en los que si el bienestar se paga con tarjeta de crédito los resúmenes son celosamente custodiados por el interesado o la interesada.  
      
El lector perspicaz sospechará que se trata de ese tipo de alojamientos temporarios habilitados para satisfacer aquel impulso vinculado preferentemente a la libido. ¿Por qué no digo que se trata de un Albergue Transitorio? Y bueno, algunos párrafos para ejercitar el modo de no nombrar algo es una suerte de entrenamiento literario. ¡Je me excuse!
      
El asunto es que pasando por el Hotel Zeta, y no es una clase de eufemismo alfabético escrito para evitar el nombre de su razón social, me llamó la atención un cartel de papel, pequeño, fijado en su puerta de entrada. “Cerrado por cuarentena”. “Su adulterio puede esperar”… Atención, no decía esto último el cartel, sino que de inmediato lo agregó mi imaginación, deseosa de liberarse un poco de tanto encierro mundialista y sanitario…
      
¿Resolverán los adúlteros las dificultades de continencia obligatoria mediante alguna suerte de plataforma on line? ¿Hasta dónde llegaría tal virtualidad si la solicitud fuese tan exigente? Convengamos que para estos casos agudos no basta solo con el uso intensivo de los recursos “en línea” minuciosamente conocidos por lujuriosos profesionales. 
      
Por otra parte, los propietarios de los hoteles de la libido, ¿habrán pergeñado algún tipo de recurso para atraer clientes en este tiempo de fidelidad matrimonial decretada? Tal vez no, porque no trabajan con el criterio empresarial al uso cual es el de la “fidelización del cliente”; el criterio es más bien el del “trabajador golondrina”, o el del “touch and go”… Pero subsiste el dilema “shakespeareano” un poco alterado, “sobrevivir o perecer, esa es la cuestión”. ¿Cómo se las arreglarán con esta moral civil de virtud victoriana en el dominio de la antropología sumaria a la que estamos sometidos?
      
De modo chusco le fue propuesto este punto al afamado psiquiatra y psicoanalista, asaz mediático, Dr. José Eduardo Abadi, en el programa «A dos voces» conducido por Marcelo Bonelli y Edgardo Alfano. Sin pelos en la lengua, le preguntó Bonelli. “Y José, aquellas personas que tienen relaciones de tram…, matrimoniales, ¿no?, o sea, que tienen su pareja formal y tienen otra relación, ¿esto con la cuarentena se corta?”. Pareció desconcertado Abadi y replicó luego de soltar unas primeras risas nerviosas, “lo decís con un tono preocupado, parece”, concluyendo su intervención con risas más contundentes. Indagando que no se tratase de una chanza, Abadi preguntó, “digamos, ¿vos decís se interrumpe?”, añadiendo, “sí, es una respuesta monosilábica, sí. Podrán mantener sus conversaciones telefónicas, skype, lo que sea (…) y por ahí, replantearse muchas cosas, ¿no?”. Bonelli, el comunicador seseoso, no quiso el peor de los finales y remató excusándose, “para ponerle un poquito de humor”. 
      
No daba, Dr. Abadi, para silabear los Diez Mandamientos, sino el ampliamente confortable “replantearse muchas cosas”. Está bien, poco tiempo llevamos de coronavirus para que las últimas fuerzas obliguen a una sangría psicológica y aún moral terminante. 
      
En estos días somos testigos de una suerte de debate acerca de si el mundo seguirá siendo el mismo o todo será diferente, en los tiempos del “postcoronavirus”. Unos se inclinan por el “nada será igual”, otros afirman con pena que “todo continuará igual”. Notablemente, en ambos bandos encontramos vestigios de Cristianismo; o bien una moderada esperanza, o bien trazas de un apocalíptico pesimismo. Todo depende del tipo de lecturas cristianas que uno haya escogido para sostener el ánimo durante la encerrona. 
      
El asunto es el corazón, el corazón del hombre; no el coronavirus, ni el Leviathán chino o planetario, ni el falsario Bill Gates, endiosado por cierta prensa farisaica como el gran “filántropo” de estos días. Diría mejor, la cuestión es «la civilización de la acedia» (P. Horacio Bojorge). Ningún cadáver resucita, a menos que Dios obre un milagro; y, quien de veras vive, preservará su vida aunque todo se derrumbe en derredor. 
      
La caridad se ha extinguido en la ciudad de los hombres y si esta “peste” suscitase alguna forma de solidaridad universal sería casi de aplaudir como uno de esos “milagros inesperados”. No depende todo esto, claro está, del espacio al que estemos reducidos. De veras que no resultamos favorecidos porque el reducto de nuestras casas pueda alejarnos de la acedia mientras permanezcamos aficionados a los bienes útiles y deleitables, apegados a las aún más febriles rutinas de trabajo que impone la virtualidad, excitados, por fin, a causa de la imparable creatividad de estar siempre haciendo algo (deporte, cocina, juegos, pintura, escultura y lectura).
      
El tenaz latiguillo “quedate en casa” no significa, desde luego, habitar la casa porque habitar implica arraigo, contemplación, serenidad y silencio amoroso. Y no venceremos el tedio espiritual porque nos contraigamos en cuatro paredes si allí mantenemos bien alimentado aquello que Víktor Frankl llamó el “vacío existencial”, la más típica y la más desoladora neurosis de nuestro tiempo. No es el mucho o poco espacio lo que “mata” la acedia, sino un corazón decidido a conferir dulzura a la caridad agriada por la tristeza. Y esto lo hace solo la gracia a Dios, que puede valerse, sí, de tanto en tanto, de “causas segundas”. 
      
Tal vez sea el “coronavirus” una suerte de “preaviso” del “fin de los tiempos”, antecedente, ¿remoto, cercano?, de aquel Aviso que anunció la Virgen en sus apariciones de Garabandal de San Sebastián (España), a principios de la década del 60 del siglo pasado. 
      
Si solo nos contentamos con aguantar el encierro y esperar que este “maldito virus” concluya su obra, lo único que haremos será abrir las puertas de nuestras casas a una intimidad macilenta y enfermiza, aunque exultemos, felices, pues el virus finalmente no se cobró nuestra vida.  Si así fuese, entonces, sí sería el caso de pensar que tal vez haya algo de razón en aquel imaginado “su adulterio puede esperar”, “su homicidio, su envidia, su mentira, su vanagloria, su indiferencia, su tibieza, su cobardía, su mediocridad; todo su mal, puede esperar”. 
      
Personalmente, no creo que mucho cambien las cosas; más bien estimo que seguirá todo igual. No quiero parecerme a un aguafiestas; o quizá sí debiera convertirme en eso pues demasiado regocijo fútil campea a cielo abierto. No parecerá, pero me despido con un poco de la alegría pascual. Se trata de un espléndido apotegma que tomo en préstamo del gran C. S. Lewis. «Nunca temas. En última instancia sólo hay dos tipos de personas: los que dicen a Dios “hágase tu voluntad” y aquellos a quienes Dios dirá, al fin, “hágase tu voluntad”». 





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