sábado, 4 de abril de 2020

Un nuevo Mundo es posible. 5 pasos para su construcción - Maximiliano Loria

Un nuevo Mundo es posible
5 pasos para su construcción
Maximiliano Loria
     
     
[EL CAMINO] Nuestra época se funda sobre el siguiente imperativo: ¡Sálvate a ti mismo! Caso contrario, si no te cubres tú mismo las espaldas, quedarás fuera, fuera de aquellas comodidades que la modernidad tardía valora como si fuesen bienes absolutos. Hablo de aquellos bienes materiales que nos proporcionan placer y distracción. 

El filósofo griego Aristóteles decía que existen tres tipos de bienes: los exteriores, los del cuerpo y, finalmente, los bienes del alma. El modo de mencionarlos no resulta azaroso, pues cada uno de ellos tiene que subordinarse al siguiente: los exteriores han de ser para el bienestar del cuerpo y del alma. Asimismo, los bienes materiales y los del cuerpo han de subordinarse a aquellos que proporcionan buena salud a nuestro espíritu.

Pienso que actualmente nos hemos tornado ciegos para los bienes del alma, en especial para la sabiduría y para la amistad. Ya casi nadie aspira a ser sabio, fundamentalmente porque no creemos que exista algo así como «la sabiduría». Nos juzgamos suficientemente perspicaces como para creer en semejante ingenuidad: ¿acaso puede alguien arrogarse el título de sabio?, ¿qué autoridad puede tener alguien que afirme proclamar la “verdad del hombre”? Siempre podemos encontrarle su talón de Aquiles a todo aquel que predique semejante utopía (o mejor, diríamos hoy, ironía). Desconfiamos de la sabiduría y la amistad se ha transformado en un vínculo de mero placer o utilidad, el cual se sostiene solo mientras permanece el mutuo agrado o beneficio. 

Aunque hambrientos de ellos, nos hemos tornado incapaces para los bienes del espíritu. Y sucede entonces que intentamos calmar nuestro apetito de realidades superiores con la adquisición desenfrenada de cosas inferiores. Procuramos saciar la ausencia de sentido con el sinsentido de la posesión indiscriminada. Para colmo de males, aquellos que dominan económicamente al mundo nos han inducido a creer que “las cosas no alcanzan para todos”, que es preciso controlar rigurosamente la natalidad y que debemos concebir la vida común como una lucha voraz cuya única finalidad consiste en no ser marginados del sistema. Se trata de una lucha cuerpo a cuerpo, o mejor, psiquis a psiquis, donde solo los más aptos logran sobrevivir. El resto, deberá ubicarse en los márgenes de lo social, donde a lo sumo comerá “las migajas que caen de la mesa de los amos”.

El egoísmo ha sido la principal pandemia de nuestro tiempo. Una enfermedad tal se diseminó al ritmo del temor a la posibilidad de carecer de aquellas cosas que nos brindan confort y esparcimiento. Hemos comprado eso de que el ser se sustenta en el tener y en el aparecer, en el poseer y en el mostrar, en esa capacidad de suscitar en otros la chispa de la envidia porque pudimos llegar a ser los felices portadores de “aquello que todo el mundo quiere”. 

Pero de pronto, casi sin darnos cuenta, soplo otro virus que, en un abrir y cerrar de ojos, derrumbó la fortaleza aparente de nuestros castillos de arena. Nuestra pretendida autosuficiencia se vio desbancada de su pedestal y entonces quedamos desconcertados, mirando en todas direcciones sin presentir siquiera de dónde vino semejante cosa. El Mundo con mayúsculas tambaleó y nuestros mundos particulares parecen desvanecerse junto a él. Esto es a todas luces comprensible, ya que hemos configurado nuestra existencia al tenor de sus directrices, oportunamente pregonadas por los medios hegemónicos de turno: “¡bienaventurados los que persiguen el éxito y el poder!; ¡bienaventurados los que logran ascender la pendiente ardua de la riqueza y pueden mostrar sus despilfarros en las redes sociales de moda!; ¡bienaventurados los que en nombre de la tolerancia creen por fin en la licitud de tolerar lo intolerable!; ¡bienaventurados los que se comprometen en una lucha solidaria a fin de que no se produzca la extinción de tal o cual rara avis mientras miran de reojo cómo a su alrededor se cometen –con las personas indefensas (y especialmente los no nacidos)– las más grandes injusticias!; ¡bienaventurados, por último, los que juegan a ser dioses manipulando proteínas y bacterias en los laboratorios de las grandes corporaciones multinacionales!”. Cuando el amor humano (al tener, al poder, al placer, al dinero) se convierte en un dios, inevitablemente se transforma en un demonio; un espíritu impuro capaz de hacer realidad –como ahora lo vemos– nuestras peores pesadillas. 

Pero yo los invito hoy a un cambio de perspectiva, los invito a entrar en una verdadera cuarentena del espíritu, a parar la pelota, a mezclar racionalmente los naipes y a dar de nuevo. Los invito a soñar un nuevo Mundo a imagen de estos nuevos mundos hogareños que actualmente se nos urge construir. Nada se pare sin dolor, al menos en este orden de cosas. Quizá sean muchos los que queden en el camino, quizá sean demasiados los que van a ofrecer la semillas de sus cuerpos confiando en la posibilidad de gestar algo distinto. He aquí su piedra fundamental: nadie se salva solo. El yo necesita del tú y del nosotros; necesita volver a mirar al Tú con Mayúsculas de Dios si desea disponer de la luz y la Gracia indispensables para tal empresa. Una verdad ha de estar grabada a fuego en nuestra frente: la película tiene inexorablemente un final feliz, aun cuando sea dolorosa la presente trama. Pero no se llega a término sin poner el hombro, sin cargar el propio yugo en pos de la edificación de esta nueva dicha. Del mundo al Mundo; de la fraternidad familiar y comunitaria a la reorganización del Orbe. 

Un primer paso para la constitución de una amistad verdadera puede encontrarse en el desafío de abandonar el relativismo moral. Hay múltiples formas de practicar el mal y la barbarie, pero la verdad y el bien no tienen más que un solo rostro. Quizá, en muchas ocasiones, no sepamos discernir lo bueno, pero ello no puede ser una ocasión para “abrir la puerta” a aquello que, si fuésemos más sinceros, juzgaríamos como decididamente malo. No pretendo promulgar el absolutismo, la imposición violenta, pero sí afirmar un deber ser que se sustenta en la verdad de las cosas. No pretendamos ajustar la realidad a nuestros deseos. Este puede ser un primer eslabón o paso para la constitución de una fraternidad que sea algo mejor que frágil tolerancia. Esta ha de ser la verdadera tierra firme de nuestros vínculos: anhelar juntos la justicia y procurar adecuarnos a ella en amorosa compañía. Comencemos ya mismo desde casa; enseñemos a nuestros hijos a llamar a las cosas por su nombre: lo bueno posibilita el desarrollo armónico de nuestra ser y lo malo, aun cuando pueda parecernos placentero, siempre irá en desmedro de nuestro espíritu. Pensemos aquí en las grandes virtudes que configuraron nuestra civilización occidental cuyo primer principio es la humildad y  en cuya cúspide se encuentra la caridad. 

Un segundo paso podría ser, y el encierro constituye para esto una gran oportunidad, intentar adecuarnos al ritmo propio de la existencia. Dejar de vivir pretendiéndole ganar tiempo al tiempo. A veces, la gran mayoría diría yo, menos es más. Hagamos elogio de la lentitud y de la sapientia que sabe saborear las cosas, que sabe paladear la realidad y gustar la sazón propia de la vida. Leamos un libro disfrutando cada página, cada concepto en su mágico dinamismo de entrelazamiento, cada letra en la belleza perfecta de su singular sonido. La vida humana pierde sentido si se sumerge en el agua turbia del hacer desenfrenado; la vida humana se agiganta si se despliega en conformidad con el ser. Con el ser que procede del Ser y a este mismo Ser se dirige, para verlo y amarlo, y para encontrar en Él una quietud que, en lugar de aniquilarla, fortalece la propia identidad. 

El tercer paso es la reconciliación. Perdonar y perdonarnos. Es cierto que, en muchos casos, “pudimos haberlo hecho mejor”, pero la experiencia suele construirse al compás de los errores. Si fuimos injustos con otros, tenemos que tener la humildad y la valentía de pedir perdón. Si otros nos dañaron, debemos luchar porque no se instale en nuestra alma el germen del rencor. A todos deseemos el bien y no nos permitamos jamás encontrar alegría en el mal ajeno. Quizá nos duele el recuerdo de nuestras propias decisiones. Sin embargo, de nada sirve el auto-flagelo. Hemos perdido chances, y quién no lo ha hecho. Aun así, quedan abiertos otros caminos y nuevas oportunidades. Siempre puedes ser mejor que ti mismo, y ello es lo que en verdad cuenta. La paz del alma radica en procurar hacer lo mejor con aquello que la vida hoy nos está dando, confiando en el hecho de que todo redundará para nuestro bien y el de aquellos otros que la Providencia ha puesto a nuestro lado. Conserva la paz y sé promotor de ella. Comienza hoy mismo por tu propio hogar.

El cuarto peldaño tiene que ser la esperanza. ¡Qué sino puede ser la fuente de nuestra alegría! Nadie puede construir la vida junto a un desesperado, junto a alguien que se afinca en la tristeza. Cierto es que muchas cosas no dependen de nosotros y que la inestabilidad de este tiempo suele impulsar fuertes angustias. Con todo, no permitamos que semejante huésped anide en nuestra alma. La naturaleza nos da un testimonio permanente de su aptitud para renovar la vida. Y la fe nos dice que la muerte no tiene la última palabra. Que tus ojos transmitan a otros la luz de la esperanza, puesto que somos hijos de la luz e hijos del día. Una vez alguien me enseñó que, a una determinada edad adulta, uno tiene el rostro que se merece. Entonces, que al levantarte cada mañana tu desafío sea mostrar a otros la faz de una esperanza que no defrauda. No importa cuanta oscuridad haya a tu alrededor, tu más íntima vocación es la vida.

El último peldaño es la convicción de que el amor supera el tiempo y las distancias. Aun solos podemos estar muy cerca de otros. Y, paradójicamente, rodeados de personas podemos encontrarnos a kilómetros de ellas. Todo depende de los vínculos que seamos capaces de construir, de la hermandad y el reconocimiento que sepamos sembrar a nuestro lado. El amor no pasará jamás y, si en verdad amamos, ya nunca dejaremos de amar, por más que las circunstancias varíen y sean otros los modos de expresar aquello que alguna vez sentimos. Alguna vez todas las cosas volverán incluso a ser mejor que antes; alguna vez nos reencontraremos con los que se fueron antes o marcharon lejos. Mientras tanto, si vivimos en el amor, ya estamos de algún modo junto a ellos; mientras tanto, si vivimos en el amor, tenemos la oportunidad de una comunión diferente con los que hoy están presentes. Ama, pues, y haz lo que quieras, puesto que si en verdad quieres, y no quieres sino la verdad, nada malo puedes hacer con los que te rodean.


Buena cuarentena para todos.





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