De Andreotti al rey Juan Carlos
P. José María Iraburu
A causa de la gran controversia sobre el tema de los católicos, la política y el aborto -sobre todo en nuestro país Argentina, donde se intenta aprobarlo- y la cantidad de voces contradictorias que se levantan, publicamos este artículo del P. Iraburu, correspondiente al 2 de Marzo del 2010, que sigue vigente y probablemente ayude a poner luz en el tema.
Andreotti. Entre los actos organizados en Roma con ocasión del gran Jubileo del Año 2000, se incluyó también un Jubileo de los Políticos. Acudieron «políticos católicos» de un buen número de naciones. Y fue significativamente confiada la presidencia del Comité de Acogida de este Jubileo al honorable Giulio Andreotti, siete veces primer ministro de Italia y actual senador vitalicio, director de 30 Giorni, el paradigma de los políticos cristianos de la segunda mitad del siglo XX. Pues bien, conviene recordar que este eminente político católico, siempre próximo al Vaticano, allí mismo, en Roma, en 1976, firmó para Italia la ley del aborto, que autoriza a perpetrarlo legalmente durante los noventa primeros días de gestación. Quizá le aconsejaron mal, o quizá no le aconsejaron... Poco después, en 1985, salió en España la ley del aborto con la firma del rey Juan Carlos I. Normal.
«No queremos que él reine sobre nosotros» (Lc 19, 14). La fe en Cristo Rey y en la conveniencia de que ya en la historia reine en el mundo, una fe siempre viva en la Europa cristiana, comienza a ser negada abiertamente desde los comienzos del siglo XVIII por algunos filósofos, de los que parte la masonería, la Ilustración y el liberalismo. El espíritu diabólico infunde así en los hombres la convicción de que solamente lograrán ser del todo libres, del todo hombres, cuando se sacudan el «yugo suave y la carga ligera» de Cristo (Mt 11, 30). Cuando afirmen con plena decisión, como el Israel rebelde a Yavé: «no te serviré (non serviam)... Somos libres, no te seguiremos» (Jer 2,20.31).
Esta rebelión de las naciones contra Cristo, iniciada en Occidente y difundida a todos los pueblos que le siguen, es ya la forma cultural y política predominante en nuestra época. En consecuencia, hoy los cristianos nos hallamos tan lejos del poder político como los cristianos de los tres primeros siglos. Hombres de la cultura, y concretamente los políticos, han sustraído, han robado el mundo a Dios, a Cristo, su Señor natural. Y llevan siglos destrozando la antigua Cristiandad occidental día a día, más y más, la cultura, las costumbres, la educación, las leyes, la vida política, los medios de comunicación, el pensamiento, el arte, todo. Y aunque no llegan a derribar las Catedrales, ciertamente procuran siempre borrar hasta el menor vestigio secular del antiguo mundo cristiano. Los católicos, pues, podemos ser mártires, pero en muy pocos lugares podemos alcanzar el poder político, para promover el verdadero bien común, como no sea en niveles políticos menores, como la alcaldía de un pueblo. No fue, por ejemplo, para nosotros ninguna sorpresa que el político católico Roco Buttiglione no llegara a ser uno de los comisarios de la Unión Europea, al tocar el tema de la homosexualidad a la luz de la verdad natural y católica.
El liberalismo, a partir del siglo XIX, impone el naturalismo en todos los ámbitos, en la política y las leyes, en la cultura y la educación, en la pedagogía y el arte, en todo. Es la afirmación absoluta de la libertad del hombre por sí misma, es decir, al margen de la voluntad de Dios o del orden natural. Por eso es más exacta la palabra liberalismo que naturalismo, ya que el liberalismo no se atiene a la naturaleza, y el naturalismo supuestamente sí. Rechazando la soberanía de Dios, la sustituye por una presunta soberanía del pueblo, normalmente manipulada por una minoría política, bancaria y mediática. Ya en 1888, el papa León XIII, cuando la perversión del orden social y político estaba sólo en sus primeras fases, afirmaba en su encíclica Libertas que el liberalismo es un modo de naturalismo militante, un ateísmo práctico, una rebelión contra Dios. Es cierto, y así lo ha sido desde entonces, y cada vez más aceleradamente. Por otra parte, León XIII reconocía en esa misma encíclica que hay grados diversos en el liberalismo, por ejemplo, en el que algunos cristianos profesan solamente en referencia a la vida social y política. Pero también hace notar que la substancia del liberalismo viene a darse en todas sus muy diversas modalidades.
El liberalismo es el padre de los diversos sistemas modernos de gobierno –capitalismo, socialismo, comunismo, dictaduras nazis o fascistas, etc.–. Como Pío XI lo explica claramente en la Divini Redemptoris, de 1937, todos ellos son sus hijos naturales, y parten del mismo principio: «seréis como Dios, conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5). El Estado capitalista, socialista o comunista, etc., como forma política y cultural impuesta al pueblo, sea de un modo suave y sutil o sea en forma violenta y revolucionaria –en todo caso en forma diabólica–, se constituye así como una contra-Iglesia, apropiándose de todas las funciones del reinado de Cristo sobre la sociedad. Históricamente, en la gran mayoría de los casos, no nace así un Estado pagano, sino un Estado apóstata, pues nace en pueblos de secular filiación cristiana. No es, pues, un Estado neutral y simplemente laico, sino evidentemente anti-cristiano y antiCristo. En Europa, concretamente, apenas se dan casos de «sana laicidad». Basta considerar las leyes que emanan de la Unión Europea para comprobar que objetivamente, con sus normas y reglamentaciones, tienden a borrar el cristianismo en todas las parcelas de la vida social y política.
La política sin Dios tiene una prepotencia sin límites. Surge así en las naciones de Occidente una nueva Bestia apocalíptica, un Leviatán político de poder absoluto, que atropellando sistemáticamente el principio de subsidiariedad, tiende a someter a su impero todo: moral, propiedad, autoridad paterna, educación, sanidad, cultura, asociaciones, leyes, costumbres, medios de comunicación y de diversión, etc., sin dejar en pié ningún ídolo que no sea él mismo. A mediados del siglo XIX escribía el Cardenal Pie, Obispo de Poitiers, acerca del Estado monstruoso que se estaba gestando: «Nada admite que pueda sustraerse a su tiránica dictadura… Todo dogma, aun sobrenatural y revelado, acaba por ser un programa sedicioso, si está en desacuerdo con sus teorías. Toda conciencia, aun la formada según la ley divina, debe dejarse remodelar y modificar por la conciencia y la ley de los tiempos modernos» (Oeuvres V, 404-405).
Quizá en su tiempo esta afirmación hubiera parecido excesiva. Pero llevamos más de un siglo comprobando su verdad en todo el Occidente, antes, por ejemplo, en la Unión Soviética, ahora en la Unión Europea. En el mundo de la política, concretamente, el nombre de Dios se hace impronunciable –los mismos políticos «católicos» lo silencian sistemáticamente–. La Educación para la Ciudadanía [nota: en Argentina esta materia se llama “Construcción Ciudadana”] es el catecismo obligatorio. Quien no reconozca, por ejemplo, que todas las variantes de la sexualidad son igualmente naturales será frustrado en su vocación política –a no ser que guarde cautelosamente su convicción en un silencio absoluto–, podrá incluso ser privado de su profesión docente e incluso penado como un delincuente. Se reduce al máximo la objeción de conciencia a leyes criminales en el campo judicial, educativo, sanitario. Y en tantos otros campos. Todo este proceso siniestro ha sido descrito y anunciado claramente desde mediados del siglo XIX por el Magisterio apostólico hasta hoy. Es imposible que los derechos del hombre sean respetados cuando no se reconocen los derechos de Dios, pues aquéllos tienen en éstos su fundamento y defensa. Si Dios ha muerto, el hombre ha muerto.
Queda así el hombre moderno despojado y embrutecido. Los resultados históricos de estas enormes mentiras son para la humanidad trágicos, brutales, degradantes, y confirman que el diablo es «el padre de la mentira, y homicida desde el principio» (Jn 8, 44). No se conocen en la historia siglos tan turbulentos y homicidas como los siglos XIX y XX. Millones y millones de homicidios en guerras, cuarenta millones de niños abortados cada año, 110.000 cada día... El hombre, rechazando la elevación deificante que le ofrece Dios en Cristo, se hunde en abismos de imbecilidad y división, de fealdad y crueldad, de mentira y muerte.
Sin los católicos liberales, que por convicción errónea o por oportunismo cómplice, unieron y unen sus fuerzas a las de agnósticos y ateos, no vivirían tantas naciones de antigua filiación cristiana tan cautivas del poder político del Maligno. Sin su colaboración, antes y ahora, hubiera sido imposible una descristianización del Occidente tan rápida, extensa y profunda. Su consentimiento, aunque solo sea pasivo, ha sido y es necesario para rechazar en los Estados modernos todo vestigio de la Autoridad divina y de la realeza de Cristo.
Esos cristianos mundanizados están destinados a derrotas permanentes. Cristo anuncia a sus discípulos la persecución del mundo, pero les conforta diciéndoles: «confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). Ellos, sin embargo, no pueden vencerlo, porque ni siquiera lo combaten. Están ya previamente derrotados, porque en el fondo creen que Satanás y los suyos deben ser quienes gobiernen el mundo secular. Por eso, una de las mayores urgencias está en que los cristianos de hoy se enteren de quién les está gobernando, y sepan que el camino actual del mundo secular lleva colectivamente a una perdición temporal y eterna. «Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. ¡Déjenlos!. Son ciegos que guían a otros ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15, 13-14).
Son tantos los cristianos que ignoran hoy que viven en Babilonia bajo el imperio de Satanás. Olvidando o ignorando las enseñanzas del Salvador, confían en la virtualidad salvífica, al menos relativa, de ciertas leyes, de tales partidos políticos o de algunos Organismos internacionales. Ignoran que todas aquellas fuerzas políticas y culturales que se cierran herméticamente a Cristo, y que lo combaten, están actuando bajo el poder del Príncipe de este mundo. Allanan así el camino a aquellos falsos mesías, que preparan a su vez el pleno advenimiento del Anticristo (Mt 24, 4-5. 24-25). Hay que repetir hoy la afirmación del apóstol San Juan: «os aseguro que ya muchos se han hecho anticristos» (1 Jn 2, 18). «Es anticristo quien niega al Padre y al Hijo» (1 Jn 2, 22; cf. 2 Jn 7). «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22, 53).
Estos cristianos engañados no saben que el combate actual por el Reino no es tanto contra hombres de carne, sino contra los demonios que les inspiran y sujetan, y por eso, en su lucha por un mundo mejor, no toman «la armadura de Dios» (Ef 6, 12-20), sino que emplean con su mejor intención medios buenos, bienintencionados, pero que son en gran medida inútiles, acumulando así derrota tras derrota, retrocediendo siempre ante el poder avasallador del Maligno y de los suyos. Bien está todo lo bueno que se haga, pero «hay que practicar esto, sin omitir aquello» (Mt 23, 23).
Oración y martirio. El pueblo cristiano ha de luchar en favor del Reino de Dios y en contra de los Poderes de las tinieblas principalmente –no exclusivamente, por supuesto– mediante la oración y el martirio. Ha de insistir mucho más en las asambleas orantes. Es muy larga la tradición de la Iglesia en tiempos de aflicción. Ha de responder al mensaje de Fátima, oración y penitencia. Ha de empeñarse en un adiestramiento familiar y catequético, que enseñe y haga posible estar en el mundo sin ser del mundo. Y ha de estar mucho más pronto para el martirio, para el testimonio (martyrion) de la verdad. Un testimonio cristiano fuerte, valiente, aunque a veces no sea muy numeroso, dado en la sociedad, pero profesado también en los foros políticos donde se hacen las leyes que, una de dos, o procuran el bien común o fomentan la perversión general, con la gracia de Dios, puede lograr grandes victorias. Este pequeño ejército martirial, bajo las banderas de Cristo, podrá frenar la avalancha de males y abrir la tierra a inmensos bienes. Para que se organice y entre en batalla este ejército espiritual, tal como está el mundo secular, hace falta verdaderamente un milagro. Pero tantas veces los ha hecho Dios en la historia, salvando a su pueblo.
Se espera que el Rey Juan Carlos I firme próximamente una nueva ley del aborto, que facilitará en gran medida la multiplicación de los homicidios en nuestra patria. Algunos estiman que no es necesario darle consejo alguno, ya que él sabrá tomar decisiones moralmente lícitas. Pero en realidad parece que esto es muy poco probable, habiendo ya él firmado varias leyes abortistas, la del matrimonio homosexual y otras semejantes.
Hace poco, desde nuestra mínima condición mediática, en InfoCatólica, expresamos en un Editorial nuestra opinión, no infalible, por supuesto. Si el Rey firma la «Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de Interrupción Voluntaria del Embarazo», que transforma el aborto en un derecho, estará traicionando su misión de Rey y escandalizará a todos los españoles, ayudándoles a bajar por un camino de mentira y de muerte.
José María Iraburu, sacerdote
Post data.– El precioso tomo de la BAC, Doctrina Pontificia – Documentos Políticos (Madrid 1958), recogía la doctrina política del Magisterio apostólico enseñada desde mediados del siglo XIX a mediados del siglo XX. Reunía 59 documentos, de los cuales 25 son encíclicas. Si hubiera que reeditar hoy la obra, no habría grandes textos nuevos del Magisterio sobre la doctrina política de la Iglesia. Y, sin embargo, la necesidad de esa doctrina renovada se nota cada vez con mayor urgencia.
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