Mons. Antonio Marino
Homilía de Monseñor Antonio Marino, Obispo de Mar del Plata, en la Misa de clausura de las II Jornadas Marplatenses por la Vida y la Familia organizadas por la Asociación “Fraternidad de Vida Nueva” y la “Red Federal de Familias”
(Parroquia Ntra. Sra. del Carmen, Mar del Plata, 6 de octubre de 2012)
Queridos hermanos:
Las lecturas de la Misa de hoy, sirven de referencia orientadora para el tema de estas Jornadas sobre la vida y la familia que llegan a su fin.
Al hablar de la unión indisoluble del varón y la mujer en el matrimonio, Jesús da respuesta a las objeciones de algunos fariseos orientándolos a considerar “el principio de la creación”: “Entonces Jesús les respondió: «Si Moisés les dio esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre y los dos no serán sino una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que Dios ha unido»” (Mc 10,5-9).
Cristo alude “al principio” de la creación, a aquello que forma parte de la naturaleza permanente del hombre. El pecado ha sido y es la nube que entorpece la recta visión de la realidad.
¡Qué diferente es esta visión comparada con la forzada teoría sobre el matrimonio como “construcción cultural”! Asistimos a una inversión de los términos: lo que es naturaleza (“varón y mujer los creó”) es presentado como resultado de una cambiante adaptación cultural. Y lo que es artificio conceptual es presentado como lo original del hombre.
En el Evangelio proclamado nos enternece, además, la delicada atención que presta a los niños, donde se manifiesta algo de la bondad y ternura de Dios, un reflejo de su Reino (cf. Mc 10,13-16). Hoy son ellos grupos de alto riesgo, vivan o no en zonas marginadas de la sociedad. Los amenaza el aire viciado de la cultura circundante.
La celebración de la Eucaristía, actualiza el sacrificio redentor de Cristo, acto de su amor supremo, que tradujo en forma humana el amor inmenso del Dios de la Vida hacia todos nosotros, y que al mismo tiempo nos abrió la puerta para entrar en la familia de los hijos de Dios.
La Eucaristía nos habla del triunfo de la Vida sobre la muerte. Hace presente, en forma sacramental, un acontecimiento de humillación y de muerte que se resuelve en un misterio de Vida y de glorificación de Dios y del hombre al mismo tiempo.
Nunca se ha proclamado más alto la dignidad inviolable del hombre como en la cruz de Cristo, quien por su encarnación se ha unido en cierto modo con la vida y el destino de todo hombre de la historia. Si queremos saber cuánto vale el hombre, –todo hombre– , a los ojos de Dios, debemos mirar la cruz de Cristo: “Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna” (Jn 3,16).
Mirando la cultura de occidente, se diría que nunca se ha declamado más la dignidad del hombre y de sus derechos inalienables como en nuestro tiempo. Un verdadero clamor, de suyo positivo, resuena en todas partes en defensa de los “derechos humanos”. Pero ¡qué cruel paradoja! Cuando el reclamo alcanza su cenit, nos hallamos ante la más sombría contradicción del primero y más fundamental de esos derechos: el derecho a la vida.
Una extraña filosofía que viene en auxilio de un egoísmo de base, quiere convencernos de que, en el niño concebido, ese derecho a la vida no es un derecho absoluto. De este modo, la inseguridad que padecemos ha llegado también al lugar natural más seguro previsto por Dios para la protección de la vida naciente: el seno de una madre.
Magistrados del más alto rango nos instruyen diciendo que la mujer tiene pleno derecho sobre su propio cuerpo. Pero ¿podemos conceder que el embrión es, sin más, una parte del cuerpo de la mujer? ¿No nos demuestra la ciencia que en el óvulo fecundado ya está toda la carga genética que va a caracterizar e individuar de por vida al nuevo ser? Entre el ser humano recién concebido y el hombre adulto no hay diferencia ontológica alguna, sino tan sólo distancia de tiempo y desarrollo de potencialidades. No estamos ante un ser humano en potencia, sino ante la dignidad inviolable de un ser humano en acto.
¡Cuántas preguntas se acumulan ante los fundamentos que se invocan para defender lo indefendible! Ante el crimen de una violación ¿es lógico responder penalizando al único inocente, mediante otro crimen peor? El niño concebido, que algunos se niegan a mirar, ¿no es ya una persona y sujeto de derechos? Por otra parte ¿crecerá la audacia de los abortistas al punto de negar las secuelas psicológicas que el aborto deja en la mujer?
En un país acostumbrado a la mentira, se argumenta manipulando cifras acerca de cuantiosas muertes por abortos inseguros, con la finalidad de sensibilizar las conciencias. Esto equivale a legalizar el delito para que corran menos riesgos quienes lo cometen, sin nunca pensar en la única víctima inocente. Aparte del crimen que nunca aprobamos, estadísticas serias muestran la baja incidencia real de dichos abortos clandestinos.
¡Cuánta razón tenía la Beata Teresa de Calcuta, cuando afirmaba: “La amenaza más grande que sufre la paz hoy en día es el aborto. Porque abortar es hacer la guerra al niño. Si aceptamos que una madre puede matar a su hijo, ¿cómo decirles a otros que no se maten? ¿Y qué importancia puede tener la mentira, la calumnia, el robo, la corrupción o el asesinato de un hombre, cuando la sociedad aprueba la muerte de un niño en el seno materno? Abortar equivale a tirar a los niños en un naufragio para que se salven los adultos. En el aborto se aplica la ley del más fuerte” (Desayuno anual de oración, Congreso de los EEUU, 1994).
Pero los cristianos no nos quedamos en la denuncia ni en el desaliento. Lo primero es sólo una parte y lo segundo niega la virtud fundamental de la esperanza. Nuestros encuentros, jornadas y congresos tienen la finalidad de la toma de conciencia en orden al compromiso. Ante la cultura de la muerte nos comprometemos activamente en la promoción de la cultura de la vida.
Por eso, como Obispo quiero felicitar y alentar en primer lugar a los organizadores de estas Jornadas, y a todas las instituciones que en nuestra diócesis trabajan con gran empeño por la vida en riesgo en sus diversas etapas. La mención de sólo algunas sirva de estímulo para todas: Ain Karem, Manos abiertas y el Hogar Madre de la ternura, Hogar de María, Asdemar, Fundación Conin, y tantas otras.
La virtud de la esperanza nos obliga a permanecer firmes ante el oleaje cultural adverso. Debemos sembrar cada día pequeñas semillas de luz, en medio de la noche ética y del eclipse de la verdad. No es la primera vez en la historia que a los cristianos nos toca atravesar tiempos de adversidad.
Junto con la vida, y ante los avances indebidos de un Estado que viola el derecho de los padres de educar a sus hijos según sus convicciones morales, nos toca defender el genuino concepto del matrimonio y la familia. Según el proyecto de reforma del Código Civil, el matrimonio queda prácticamente equiparado a las uniones de hecho y de él se ha eliminado la nota de la fidelidad. Por otra parte, en las escuelas estatales, desde los primeros niveles, se da un abusivo adoctrinamiento que nivela en el mismo rango todo tipo de uniones.
Nuestra visión de la vida, del matrimonio y de la familia, recibe con insistencia la objeción de que esta visión antropológica es deudora de una fe religiosa determinada. Ante lo cual, nosotros respondemos que se trata de principios que pueden ser conocidos por la razón natural al margen de la revelación cristiana.
Los principios que sostenemos pueden ser aceptados en diversas tradiciones religiosas y también por agnósticos y no creyentes, así como universalmente admitimos los mandamientos: “no matar”, “no mentir”, “no robar”. Como afirmaba Benedicto XVI ante el Parlamento británico el 27 de septiembre de 2010, el papel de la religión “consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos”.
Con la celebración de esta Santa Misa, culminan estas II Jornadas Marplatenses por la Vida y la Familia. Nunca más oportunas, considerando el momento especial que atraviesa nuestra patria. Está en juego nuestra identidad como pueblo, pues se intenta un cambio radical de los cimientos sobre los cuales se construye la convivencia en sociedad.
A la Madre del Dios de la Vida, dirigimos nuestra plegaria, empleando las palabras que nos brinda la más antigua de las oraciones marianas, hacia fines del siglo III: “Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios, no desprecies las oraciones que te dirigimos en nuestras necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, oh Virgen gloriosa y bendita”.
+ Mons. Antonio Marino
Obispo de Mar del Plata
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