José Ignacio de Arana Amurrio
Es frecuente -y en ocasiones arrecia la polémica- escuchar a personajes, y sobre todo a personajillos, que a través de los distintos medios de comunicación manifiestan, con tono pontifical en sus palabras, que la Iglesia católica debería renunciar a sus riquezas patrimoniales para enjugar con ellas las necesidades de los muchos pobres que hay en el mundo. El tópico archimanido por estos espontáneos o seleccionados arbitristas de la pobreza es que con el valor de las obras de arte y las joyas que hay, por ejemplo, en el Vaticano o en cualquiera de nuestras Catedrales se podría subvenir a todas las carencias económicas que afligen a dos tercios de la humanidad. El argumento se adereza por lo común con apelaciones a la "pobreza evangélica" que caracterizó los primeros tiempos del cristianismo y con la opinión de que las riquezas acumuladas constituyen una traición al mensaje de Cristo y una "superestructura" que sólo beneficia a los jerarcas de la Iglesia. Estas manifestaciones suelen tener una estupenda acogida por parte de los rectores y presentadores de los distintos programas o medios en los que se proclaman y nunca, o casi nunca, una adecuada réplica.
Es curioso que la crítica vaya siempre dirigida contra la Iglesia Católica cuando la misma podría hacerse, sin variar apenas los términos, contra la ortodoxa griega que conserva sus hermosos templos de estilo y lujo bizantinos; o el Islam que multiplica la construcción de mezquitas tan majestuosas como la de Jerusalén, Casablanca o, sin ir más lejos, Madrid; o, ya puestos, contra el budismo cuyos templos y monasterios salpican el oriente de edificios cubiertos y forrados de oro y otros materiales preciosos. También es notable el empeño por querer retrotraer el cristianismo a sus primeros siglos de existencia: entonces no había, en efecto, grandes basílicas ni catedrales, pero porque los cristianos eran hombres y mujeres perseguidos a muerte que tenían que refugiar el culto de su religión en las catacumbas cuyos muros, por cierto, sí que adornaban cuanto les era posible como aún puede comprobar hoy el visitante de esos recintos primitivos; uno llega a pensar si quienes propugnan ese retorno a la pobreza no estarán también deseando un regreso a la persecución y la clandestinidad para nuestra Iglesia.
Pero, en fin, quizá lo anterior no valga para convencer a nadie y sólo prolongaría una estéril discusión. Por eso me voy a pasar por un rato al bando contrario, ustedes disculpen, a ver si ellos me convencen a mí. Para empezar, como una declaración de mi nueva postura proclamo solemnemente: ¡Hay que vender una Catedral, pongamos la de Toledo que para eso es la Primada de España, y repartir el dinero a los pobres!.
Tres cuestiones fundamentales habrán de ser resueltas: primero, hacer un inventario y una valoración a "precio de mercado" de los bienes; segundo, encontrar comprador o compradores para todos o la mayor parte de esos bienes; y tercero, el modo de efectuar el reparto del dinero conseguido.
La primera cuestión se diría a priori que es la más fácil de resolver pues tal inventario existe o se puede obtener de los innumerables textos y documentos al alcance de cualquiera, desde excelentes guías turísticas a exhaustivos estudios de historiadores del arte. A esto habrá que añadir el valor urbanístico del solar sobre el que se asienta la catedral -en el mismísimo cogollo de la ciudad- porque en buena lógica quien la compre deseará derribar el edificio que no tiene otro sentido que el religioso y utilizar el solar para otros menesteres más productivos. El único problema que me viene al pensamiento en este punto es cómo saber con aproximada exactitud lo que se puede pedir por un Greco, o por la sillería de Berruguete, o por la custodia de Arfe, o por el retablo, bien completo o a trozos de conveniente tamaño, o por cualquier de las mil y una joyas que adornan por fuera y por dentro el templo, algunas, por cierto, muy difíciles o imposibles de quitar del lugar que ocupan en el conjunto. Pero, bueno, siempre hay expertos para todo y además se puede recurrir a las subastas en prestigiosas firmas internacionales que obtendrán una inmejorable venta al mejor postor.
Y aquí entramos en la segunda de las cuestiones. ¿Quién comprará todo esto? El mercado mundial del arte mueve una cantidad de dinero que pocos mortales son capaces de conocer y a todos los demás nos entran mareos y vértigos sólo con imaginarnos esos ríos caudales -y nunca mejor dicho- de millones. Todos sabemos lo que se ha pagado en subastas por un cuadro de Van Gogh, de Velázquez, de Goya, de Picasso y tantos otros. Asimismo conocemos de oídas que personajes inmensamente ricos invierten una parte de su capital en obras de arte que luego pasan a sus colecciones privadas o forman, como en el caso del barón Thyssen, auténticos museos disputados por todas las naciones del mundo. Y hasta nos llegan noticias de gentes capaces de robar una obra de arte de un museo o de una pequeña iglesuela rural, unas veces para venderla luego y otras muchas para retenerla para su íntimo disfrute. De modo que tampoco habría demasiadas dificultades en encontrar compradores. Un problema menos y el dinero ya casi al alcance de la mano.
Llegado el momento del reparto a los pobres tenemos dos alternativas. O se lo encomendamos a la propia Iglesia o, si no nos fiamos de la institución puesto que partimos de la base de que se ha enriquecido y enjoyado ilícitamente y con traición a sus principios teóricos, podemos encargar este último paso a esas mismas personas que sugirieron la enajenación de los bienes eclesiásticos: ¡ahí te quiero ver, escopeta! Mas supongamos que cualquiera de las dos lo hace con ejemplar justicia distributiva, equitativa, etc. Previa realización de un censo de pobres se haría el reparto y a cada censado le correspondería -uno con otro, más o menos, estadísticamente, etc.- diez millones de pesetas que no está mal para quien la víspera no tenía quizá para una barra de pan.
Todo ha salido a pedir de boca. Mucho mejor, desde luego, que la anterior desamortización, la famosa de Mendizábal en 1836, que terminó con la Iglesia más pobre, eso sí, con infinidad de edificios y obras de arte arrumbados por la desidia de sus nuevos propietarios, y con los pobres todavía más pobres porque no vieron un duro de aquel negocio y encima perdieron la protección que hasta entonces les prestaban desinteresadamente las congregaciones religiosas ahora desposeídas de sus bienes y hasta de sus hogares.
Ha pasado el tiempo; tampoco mucho. Sobre el enorme solar catedralicio, en el centro de Toledo, se ha levantado una bonita urbanización de chalets adosados y un par de edificios de mayor altura en cuyos bajos se instalan una oficina bancaria de primer orden, una conocida hamburguesería, un "multicentro" comercial y una discoteca llamada precisamente, y es de agradecer, La Catedral.
Las obras de arte -las que se pudieron trasladar porque otras muchas, lamentablemente, tuvieron que ser incluidas en el derribo- están hoy expuestas en magníficos museos de Nueva York, Londres, Tokio, Sydney... y Toledo. Miles de visitantes acuden diariamente a verlas y se extasían ante su belleza aunque algunos nostálgicos comentan que es una pena que no estén todas reunidas sino desgajadas y como repartidas al buen tun tun y según los gustos particulares de sus actuales dueños. Hay quien incluso llega a más en su desazón y dice que obras creadas para un fin religioso y un ámbito concreto pierden el noventa por ciento de su sentido colocadas en las frías salas de un museo, porque a una obra de arte la embellece tanto su escueta materialidad como la historia que la acompaña y el cumplir el destino para el que la creó el artista. Pero ya digo: son unos pocos que nunca estarán de acuerdo con el ritmo del progreso, y además unos insolidarios.
Algunas obras ni siquiera están al alcance de la vista del público. O bien adornan los domicilios particulares de sus compradores o los solemnes salones de instituciones financieras y mercantiles de donde salió el dinero para su adquisición en la subasta. Puede que hasta alguna -como sucede con los célebres cuadros de Van Gogh Los girasoles, Los lirios o Retrato del Dr. Gadchet comprados hace años por millonarios japoneses- estén recluidos en las cajas fuertes de algún banco como garantía de las deudas que actualmente aquejan a los otrora ricos y vanidosos compradores.
Diez millones parecen mucho, pero duran poco. Quienes los recibieron se los han gastado ya en cubrir sus más elementales necesidades y en algún capricho al que también tienen derecho. Habrá quien, sabiendo administrar e invertir, cosas que no todos sabemos hacer, haya salido definitivamente de su anterior condición de pobreza y ésta sería la situación ideal. Pero lo más probable, porque es ley de vida y no tiene vuelta de hoja, será que la mayoría esté poco más o menos como antes. ¿Se ha hecho un estudio sociológico, de esos que ahora están en boga y se acomodan a cualquier asunto, sobre qué ha sido de los ganadores de quinielas, primitivas, loterías y concursos televisivos de premios millonarios?, ¿a cuántos les ha resuelto verdaderamente la vida esa ganancia inmediata e inesperada?
Lo único cierto en toda esta cuestión -que me he permitido llevar al extremo del absurdo como forma de demostración "matemática"- es que Toledo, España y el mundo entero se habrán quedado sin una Catedral, obra hecha con esfuerzo, sacrificio, pero sobre todo con infinito amor por muchas generaciones de cristianos que quisieron con ello honrar a Dios y embellecer Su casa que es también, no se olvide, casa de todos; el más pobre, en las naves de la catedral se sentirá poseedor de todo aquello en igualdad con el más rico porque no está rodeado de bienes mercantiles sino de belleza en honor de Dios y de Su obra en el mundo y de eso participamos todos Sus hijos.
No atendamos, pues, a las necedades que se oyen. La Iglesia católica realiza una labor benéfica que no tiene parangón con ninguna institución creada por los hombres, gubernamental o no gubernamental. Y lo hace con el esfuerzo cotidiano y callado de sus hombres y mujeres sólo por amor a Dios sin que tenga por qué despojar a sus templos de nada. Si yo quiero dar más a los otros lo haré quitándome mis particulares alhajas, pero no arrancándole a mi madre las pocas o muchas que la adornan.
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