¿Divorciados Vueltos a Casar en la Iglesia Antigua?
Mons. Antonio Grappone
Resurge de la mano del Cardenal Kasper –principalmente, pero no exclusivamente– una superada tesis historiográfica según la cual en la Iglesia primitiva se consentía la vuelta a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar, después de un periodo penitencial. Monseñor Antonio Grappone, de la Secretaría del Pontificio Consejo para los Laicos, sostiene en este artículo –originalmente publicado por ZENIT en dos partes– que se trata de “una hipótesis sugerente pero lejos de ser probada”.
Recientemente, en el ámbito de la discusión sobre la posible readmisión a los sacramentos de los divorciados vueltos a casar, de distintas partes se ha hecho un llamamiento a la praxis de la Iglesia antigua, la cual, según algunos, habría consentido habitualmente la vuelta a los sacramentos de los fieles en tal situación después de un periodo de penitencia, según la modalidad de la penitencia pública. Se trata en realidad de una tesis de ningún modo compartida y ya rechazada en el pasado por los estudiosos; como sucede no pocas veces, sin embargo, algunas tesis historiográficas que parecían superadas emergen periódicamente para ser utilizadas como «evidencias de apoyo» en polémicas de nuestros días.
Se ha subrayado, por no pocos comentaristas, cómo el argumento se apoya principalmente sobre el canon VIII del Concilio de Nicea, del año 325, por tanto un texto muy autoritario. El canon trata de la readmisión de los llamados “catharoi” (puros), que en la Iglesia antigua se identifican con los «novacianos», una secta de tendencia rigurosa que trajo el cisma de Novaciano, sacerdote romano que a mitad del siglo III había roto la comunión con el Obispo Romano Cornelio haciéndose ordenar a su vez Obispo, justificándose con motivaciones de tipo disciplinar que nuestro canon indirectamente recuerda. Novaciano rechazaba la readmisión a la comunión de la Iglesia de los apóstatas y de los adúlteros, también después de la penitencia pública. Por tanto, el canon Niceno dispone que el «puro» para ser readmitido debe «prometer por escrito, aceptar y seguir las enseñanzas de la Iglesia católica y apostólica, es decir de permanecer en comunión sea con quien se ha casado dos veces (digamos en griego), sea con quien ha fallado durante la persecución, pero tiene en cuenta el tiempo y las circunstancias de la penitencia».
Según la interpretación que estamos discutiendo, la Iglesia antigua habría readmitido a los sacramentos a los divorciados vueltos a casar después de un tiempo de penitencia, una elección rechazada por los novacianos rigurosos, pero praxis habitual para toda la Iglesia de entonces, lo suficiente para ser llamada en un canon del primer Concilio Ecuménico, un procedimiento destinado sin embargo a sobrevivir solo en la Iglesia oriental. En occidente habrían prevalecido precisamente las tendencias rigurosas condenadas por el canon.
La primera observación a hacer es de carácter general: la conciencia que la Iglesia antigua tenía sobre las bodas estaba entonces en plena evolución y la percepción del matrimonio como sacramento estaba madurando lentamente. Las coordenadas generales de la reflexión movían por un lado la clara afirmación del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio, por el otro la percepción social ratificada por el derecho romano, por el cual el divorcio no ponía ningún problema. La posición de todos los Padres, aunque sea con acentos diversos, es indiscutiblemente de defensa y de promoción de la indisolubilidad del matrimonio, aún tratándose de una doctrina en fase de clarificación. Las primeras formulaciones realmente sistemáticas e inequívocas que orientan hacia el reconocimiento de la sacramentalidad del matrimonio las encontramos en Agustín, al inicio del siglo V, casi un siglo después de Nicea. Ya estas consideraciones obvias deberían bastar para renunciar a sacar conclusiones a toda prisa para el hoy sobre los textos y las praxis de la Iglesia antigua.
La segunda observación tiene que ver con el sentido literal del texto en cuestión. El canon propone dos categorías de personas con las cuales los «puros» deben aceptar vivir en comunión: quien se ha casado dos veces (“digamos”) y quien ha fallado durante la persecución del tercer siglo, es decir ha apostatado, pero ha hecho penitencia. Consideramos sobre todo este segundo caso, sobre el que no hay problemas de interpretación: las grandes persecuciones del siglo III, culminadas con la de Diocleciano del inicio del IV, estallaron de repente y se habían encendido sin embargo por un tiempo relativamente limitado.
Tales circunstancias ponían a dura prueba a los cristianos, y un número significativo de ellos, abrumados por los sucesos, habían apostatado de forma más o menos manifiesta. Terminada la persecución, muchos de estos apóstatas pedían volver a la Iglesia. Su readmisión después de la penitencia pública al inicio del siglo IV era praxis compartida en la Iglesia, pero los grupos rigurosos, como los novacianos, no habían aceptado nunca tal praxis. Entonces, obviamente, la disciplina eclesiástica preveía que los apóstatas debían retirar su apostasía, renegar públicamente de los ídolos y pasar algunos años de penitencia para consolidar la propia conversión y demostrar a la comunidad su arrepentimiento real.
En definitiva, para ser readmitidos, los penitentes debían restituir la causa de su alejamiento. El caso de nuestro canon se pone en paralelo por algunos intérpretes con el de quien se ha «casado dos veces». Si se tratara de divorciados vueltos a casar sometidos a penitencia (y, como veremos dentro de poco, no está claro), ¿cómo se puede pensar que fueran readmitidos, aún después de su periodo penitencial, sin haber eliminado la causa de su alejamiento? Es decir, ¿sin renunciar al segundo matrimonio? La lógica del texto, si es leído según un rígido paralelismo, impondría esta interpretación.
Sin embargo tal conclusión es puramente hipotética, de hecho el texto del canon no habla en absoluto de un periodo de penitencia previo para los “digamos”, ni habla solo a propósito de los apóstatas; la lectura que asimila los dos casos es probablemente tendenciosa y sobre todo fuerza el texto: de aquellos que están casados dos veces no se dice que fueran sometidos a la penitencia pública, formaban parte de la Iglesia y basta. ¿La Iglesia antigua admitía quizá el divorcio sin pestañear?
Una tercera observación se impone y se hace entorno al significado del término griego “digamos”. El primer significado del término es idéntico al italiano (también español) bígamo: un hombre con dos mujeres (simultáneas). Pero evidentemente se aplica aquí el segundo significado, frecuente en los autores cristianos del primer siglo: hombre que accede al segundo matrimonio una vez acabado el primero. La discusión sobre la legitimidad del segundo matrimonio de hecho dura desde el siglo II al siglo V, pero no tiene que ver con los divorciados vueltos a casar: el término “digamos” (y “digamia”), junto al término opuesto “monogamos” (y “monogamia”) se convierten pronto en los términos técnicos que acompañan la larga controversia sobre el segundo matrimonio de viudos.
La importancia de la cuestión deriva evidentemente del hecho que por un lado las palabras del Señor sobre la «única carne» formada por los esposos parecían excluir esta posibilidad, por el otro lado sin embargo la duración media de la vida de entonces, muy inferior a la de hoy, y la joven edad de las chicas en el momento del matrimonio, implicaba la presencia en la comunidad de un número muy significativo de viudos y sobre todo de viudas en edad de marido. Además esta última condición, sobre la base de la Escritura, se tenía en alta estima, tanto que las viudas, como es bien sabido, constituían un ordo institucional.
La Iglesia ha reconocido lentamente la plena legitimidad del segundo matrimonio de los viudos, [pero] es necesario para esto esperar al menos hasta finales del siglo IV; anteriormente fueron concedidas pero no realmente impulsadas. Los rigurosos sin embargo consideraban a los viudos vueltos a casar de la misma forma que a los adúlteros: un «adulterio presentable», según la definición de Atenágoras, apologista del siglo II que ni siquiera es considerado un riguroso (Supplica, 33, 2).
Son numerosos los textos que testifican el uso del término “digamos” o del respectivo “monogamos” para indicar la condición de viudedad en lo relacionado con el segundo matrimonio. Un ejemplo lo encontramos en las cartas de Jerónimo que, entorno al siglo V, testimonia la validez técnica de los términos, conservados en griego, en referencia al estado de viudedad: «qui de monogamia sacerdos est, quare viduam hortatur ut digamos sit?» (ep. 52, 16).
A menudo el significado de tales términos se da por descontado por el autor, por tanto la lectura permanece expuesta a interpretaciones erróneas, pero en algunos casos su uso es realmente indubitable, por ejemplo en las Constituciones Apostólicas (en dos pasos: 3, 2, 2 y 6. 17. 1), una colección canonista, en la que es definido “monogamos” como el que no se vuelve a casar. Un testigo muy claro del significado técnico de “digamos” en el siglo III es Orígenes, que habla de la condición de la viuda respecto al segundo matrimonio en el cuarto parágrafo de la vigésima homilía sobre Jeremías; a propósito de este texto, es necesario observar la distinta actitud de los autores modernos: Pierre Nautin, el gran patrólogo que ha realizado la edición de “Sources Chrétiennes” de las homilías de Jeremías, anota puntualmente que se trata de la cuestión de las segundas nupcias de las viudas (SC 238, pp. 268-269, notas 1 y 2); Luciana Mortari, traductora italiana de la “Serie de Estudios Patrísticos”, al contrario, afirma que se trata de la cuestión de los divorciados vueltos a casar, citando como justificación la praxis penitencial de la Iglesia oriental (en realidad: Ortodoxa) (Serie de Estudios Patrísticos 123, p. 265, nota 43); finalmente en el “Diccionario de Orígenes”, en la voz «Matrimonio» de Julia Sfameni Gasparro, entre los mayores expertos de la materia, el texto en cuestión es de nuevo colocado correctamente en el ámbito de la cuestión del matrimonio de las viudas (p. 269).
Un «monumento» a la cuestión es constituido por el tratado “De monogamia” de Tertuliano, de su periodo montanista, que excluye por tanto totalmente la posibilidad de las segundas nupcias para quien se ha quedado viudo. Esta última anotación nos ayuda a volver al significado del canon de Nicea. De hecho, Socrate Scolastico, un histórico de comienzos del siglo V siempre bien documentado, que por otra parte manifiesta claras simpatías por los novacianos, afirma que los novacianos que estaban «en torno a los Frigios» no acogían a los “digami” (en “Historia de la Iglesia”, 5, 22, 60), precisamente la cuestión afrontada por el canon de Nicea. Los montanistas (llamados también frigios o catafrigios, por su lugar de origen) y los novacianos se habían unido en un único movimiento riguroso, llamado precisamente de los «puros», como son definidos en el canon octavo del Concilio de Nicea.
¿Cuál es por tanto el sentido del canon? Los «puros» para volver a entrar en la Iglesia católica debían aceptar vivir en comunión con los viudos y viudas que se habían vuelto a casar (y que no habían necesitado hacer penitencia pública) y con los apóstatas que se habían reconciliado con la Iglesia después de la penitencia oportuna. “Digamos”, sin más especificaciones, se usa como término técnico en el sentido de los viudos vueltos a casar, como es lógico que sea en un canon disciplinar. Nada que ver con los divorciados vueltos a casar. La equivocación evidentemente ha nacido de la idea que una presunta praxis tolerante en materia matrimonial de la Iglesia antigua se haya conservado en la actual praxis de la Iglesia ortodoxa: una hipótesis sugerente pero lejos de ser probada, me parece. En realidad, como hemos visto para los viudos, en la Iglesia antigua la tendencia prevalente en relación a las bodas era más cercana a los rigurosos que a posiciones «tolerantes».
Personalmente no sabría decir si y como hoy los divorciados vueltos a casar puedan ser readmitidos a los sacramentos: es una cuestión compleja donde están en juego la indisolubilidad del matrimonio y la acogida a ofrecer a todos. No se trata por tanto de una simple cuestión disciplinar, como ha recordado el Papa recientemente. Lo que me parece claro es que si se quieren aportar argumentos para apoyar la readmisión de los divorciados vueltos a casar a los sacramentos, no se puede realmente remitir a la praxis de la Iglesia antigua.
Fuentes: http://www.zenit.org/es/articles/divorciados-vueltos-a-casar-en-la-iglesia-antigua / http://www.zenit.org/es/articles/divorciados-vueltos-a-casar-en-la-iglesia-antigua-segunda-parte
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