lunes, 21 de marzo de 2016

Gritemos desde las Ruinas la Realeza del Señor - Mons. Antonio Marino

Gritemos desde las Ruinas la Realeza del Señor
Mons. Antonio Marino


Homilía del Domingo de Ramos
Catedral de Mar del Plata, 20 de marzo del 2016


Queridos hermanos:
    
Con esta celebración, entramos en la Semana Santa. Tiempo de gracia y ocasión de un crecimiento espiritual. Días en que podemos tener una experiencia más intensa de la misericordia de Dios. Horas de compromiso para convertirnos en testigos e instrumentos del amor misericordioso y redentor de Cristo.
    
    
I. El Rey aclamado y condenado
    
La primera parte de esta celebración, consistió en la bendición de los ramos y la solemne procesión. Entre ambas cosas, escuchamos el relato del ingreso de Jesús en Jerusalén según el Evangelio de San Lucas.
    
Jesús entra en la ciudad montado sobre un humilde asno, no sobre un caballo. Ingresa como Mesías pacífico y príncipe de paz, y es aclamado como rey por los numerosos discípulos que habían sido testigos de sus milagros: “¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!” (Lc 19, 38). Por esto mismo le tributan el homenaje que se daba a los reyes: “Mientras él avanzaba, la gente extendía sus mantos sobre el camino” (Lc 19, 36).
    
Ante el pedido de los fariseos de silenciar a los discípulos, responde con seguridad: “Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40).
    
Nos llama la atención el hecho de que el mismo Jesús que antes pedía silencio cada vez que alguien lo aclamaba como rey Mesías, ahora se deja aclamar como tal. Él sabía que ese reconocimiento tenía aún mucho de concepción terrena, política e imperfecta, pues las muchedumbres y los mismos doctores esperaban un Mesías diferente. Pero ahora su suerte está jugada. Los hechos mostrarán lo que Jesús mismo había anunciado: que al triunfo de su Pascua sólo llegaría pasando por la experiencia humillante y dolorosa de la pasión y la cruz. Esta es la clave de su verdadero mesianismo.
    
Es por eso que la celebración de este domingo tiene este doble carácter: por un lado festivo, tratando de imitar con nuestros ramos y nuestros cantos a la muchedumbre que aclamó a Jesús como Mesías salvador; por otro, las oraciones y lecturas de la Misa nos sumergen en el clima de la pasión de Cristo, anunciada en Isaías, narrada por San Lucas e interpretada por San Pablo. La fiesta cede el paso a la seriedad. A la gloria de la resurrección se llega por el camino estrecho del amor crucificado.

    
II. “Gritarán las piedras”
    
¿Qué quiso significar Jesús al afirmar: “Les aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras” (Lc 19, 40)?
    
Varios siglos antes, un profeta contemplaba el estado ruinoso de la ciudad santa, reducida a escombros, mientras el pueblo estaba en la dura prueba del exilio. Inspirado por Dios tiene la osadía de anunciar el próximo retorno del pueblo cautivo en Babilonia: “¡Prorrumpan en gritos de alegría, ruinas de Jerusalén, porque el Señor consuela a su Pueblo, él redime a Jerusalén!” (Is 52, 9). Estas piedras gritarán, son símbolo de un pueblo sufriente, reducido a la servidumbre y al silencio, pero amado y purificado por un Dios de misericordia.
    
Las palabras de Cristo se aclaran también por su propia profecía, que viene a continuación, al llorar por la suerte de Jerusalén: “Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes. Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios” (Lc 19, 43-44). Los acontecimientos del año 70 de nuestra era, cuando los romanos entraron en Jerusalén, profanaron su templo y convirtieron a la ciudad santa en un montón de ruinas, llevaron a los cristianos a entender que esas piedras estaban gritando ante Israel la verdad del Evangelio y proclamando la autenticidad de su mesianismo.
    
    
III. Gritemos nuestra fe con nuestras obras
    
Al contemplar con los criterios de nuestras convicciones cristianas la realidad social de nuestra patria y los acelerados cambios culturales, podemos sentir la tentación del desaliento.
    
Así como los fariseos deseaban que Jesús impusiera silencio a sus discípulos, también hoy cierto laicismo cerrado se irrita cuando la Iglesia, además de defender la justicia social, predica también su doctrina sobre el evangelio de la vida o sobre el matrimonio y la familia.
    
El desaliento es una tentación que debe ser vencida por una adhesión más profunda y cordial a la verdad. Es oportuno recordar aquí palabras de San Juan Pablo II, en su carta Al comienzo del nuevo milenio: “Se debe prestar especial atención a algunos aspectos de la radicalidad evangélica que a menudo son menos comprendidos, hasta el punto de hacer impopular la intervención de la Iglesia, pero que no pueden por ello desaparecer de la agenda eclesial de la caridad” (51).
    
En su peregrinación por la historia, a lo largo de veinte siglos, la Iglesia ha mostrado su capacidad de superar los desafíos culturales más profundos manteniendo su identidad en la fidelidad al Evangelio. De aquí sacamos nuestra fuerza. El camino no es disimular la verdad ni convertirnos en mundanos para ser aceptados.
    
Si con los ojos de la carne contemplamos que los valores que marcaban la llamada “cultura occidental y cristiana” se fueron convirtiendo en ruina, con los ojos de la fe vislumbramos la esperanza de que estas piedras gritarán, prorrumpiendo en cantos de alegría.
    
Por eso, oportunamente nos dice el Papa Francisco en su exhortación Evangelii gaudium, donde denuncia “la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos” y añade: “El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del mal” (EG 85).

Más adelante, reconociendo el desierto espiritual de nuestro tiempo, cita al Papa Benedicto XVI: “En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza” (EG 86).
    
Queridos hermanos, los invito a aprovechar estos días para una búsqueda más intensa de la intimidad con Cristo, mediante la oración y la meditación de la Palabra de Dios, la participación en la liturgia de estos días, principalmente desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Pascua. El viacrucis del Viernes Santo es una ocasión para manifestar nuestra fe en los barrios de nuestra ciudad. Este Año de la Misericordia nos recuerda en forma especial la fuerza sanadora del sacramento de la Reconciliación con la confesión de nuestros pecados. En una palabra, reavivemos nuestra vocación bautismal de santidad y nuestro compromiso de testimonio misionero.
    
Que la Virgen María, la Madre del Señor, la más cercana a su misterio pascual, nos ayude a gritar desde las ruinas nuestra fe en la realeza de su Hijo, el Señor de la historia.
    
    
    
     X Antonio Marino
    Obispo de Mar del Plata








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