lunes, 2 de febrero de 2009

Los malos periódicos - P. Félix Sardá y Salvany



LOS MALOS PERIÓDICOS
P. Félix Sardá y Salvany
Artículos publicados en "Propaganda Católica", t. II, pág. 229/242.




I.


Creo, lector, que si Satanás hubiese de encarnarse en algo digno de su perversidad y de su odio a Dios y al género humano, encarnaríase en un mal periódico. Recorriendo con la imaginación lo mucho malo que sobre la haz de la tierra ha vomitado el infierno desde el pecado de Adán hasta las blasfemias de hoy día, nada encuentro tan diabólicamente corruptor como un periódico impío. Así deben de haberlo conocido también los enemigos de nuestra fe y de la felicidad del pueblo, cuando tan buena maña se han dado en llenar el mundo de esta funesta mercancía. El género abunda, mi buen amigo, y del mismo modo que no son los solos ladrones los que van al presidio, pues no pocos andan y triunfan por calles y plazas, así no sólo es enemigo tuyo y de tu fe el papelucho prohibido por la Iglesia; muchos llevas cada día entre manos merecedores de tu execración. Voy, pues, a hablarte en general de los malos periódicos. El periódico se reduce a cuatro o más páginas de papel, bien O mal redactadas, peor o mejor impresas, que se introducen cada mañana en el hogar, en el taller o en el almacén de tres, cuatro o cinco mil hijos del pueblo. El periódico es, pues, un huésped que admites todos los días en tu casa, para comer con él desde el desayuno hasta los postres de la cena, para que con el mismo conversen familiarmente, íntimamente, tu mujer, tus hijos y tus dependientes. Es un desconocido a quien abres cada día la puerta para que una vez dentro de tu habitación diga lo que se le antojare, enseñe lo que convenga o no convenga, instruya o desmoralice, sin que nadie te vaya a la mano. El tal desconocido puede contarle hoy a tu hija una anécdota infame que robar a a su corazón la inocencia, y hará salir a su rostro los colores de la vergüenza. Puede enseñarle a tu hijo a despreciar a Dios, a ridiculizar al sacerdote y a sacudir el yugo de los santos deberes de la familia, A tu dependiente le dirá tal vez que es necesaria la emancipación del obrero y el exterminio de los tiranos como tú, que ejercen la feroz tiranía de ser más ricos que él o más industriosos. Predicará, en fin, lo que le diere la gana, en verso o en prosa, en gacetillas ligeras o en graves artículos, en cuento, en historia y aun en anuncios; que el diablo es tan sagaz que hasta de esto sabe sacar su provecho el maldito. Y tú descansarás tan tranquilo en la seguridad de que diste a los tuyos excelente educación, de que en casa no falta el Rosario, y se va a Misa los días de guardar, y se observan todos los Mandamientos. Y ¡no adivinarás de dónde le vino a tu hijo aquel arranque de insubordi-nación o aquella máxima perversa que le oíste, o a tu hija aquella su desenvoltura y ligereza de cascos que la van volviendo tan desemejante a su madre! ¡Cáspita con los cortos de vista! ¡Y averiguarás solicito con quien se acompaña el muchacho en sus juegos, o a quien mira la niña o a quien dejó de mirar, sin tener en cuenta que aquellas cuatro páginas de mal papel que cautelosamente se te introducen por debajo la puerta pueden ser la verdadera causa de todos tus disgustos! Todo este peligro tiene un periódico malo. Pero ¿cómo, me dirás, puede caber en ser tan insignificante tanta malicia? Sencillísimo. ¿Has oído decir lo del refrán de que la gota cava la piedra? Pues bien; el periódico ruin es una gota también, pero una gota de veneno corrosivo capaz de hacer mella en los corazones de mejor temple, sobre todo si los halla desprevenidos; es una gota, pero gota que cae sin cesar cada día, cada día, sabiendo que la constancia, así en el bien como en el mal, obra prodigios, Y si el periódico, con ser perverso, sabe presentarse con los atavíos del buen decir y con el atractivo del gracejo, es entonces gota de veneno azucarada que tragarán, no sólo con facilidad, sino hasta con delicia, cuantos en el mundo suelen no guiarse por otro criterio que el del paladar, que son innumerables. ¡Espanto causa pensar con qué ligereza se abren las puertas del honrado hogar a ese enemigo doméstico, silencioso autor de la mayor parte de los desastres morales que lamentamos en la patria y en la familia! ¡Irrita la glacial indiferencia con que los padres bonachones miran en manos de sus hijos o en el taller de sus dependientes aquellas páginas venenosas en que se enseña el desprecio de todo lo respetable, desde la Suprema autoridad de Dios hasta la de los últimos delegados en la tierra! Y a una observación cualquiera que sobre esto se haga se contesta con la mayor tranquilidad, y soltando tal vez la carcajada: ¡Oh! ¡es un periódico! ¿Quién va a hacer caso de los periódicos? ¡No seáis intolerante!


Tú, lector, has sido también acaso uno de los cortos de vista a quienes así he oído hablar. Y has abierto diariamente la puerta de tu domicilio a alguno o algunos de esos desconocidos, dispuestos a envenenar el corazón de tus hijos, que por otra parte quisieras conservar tan puros e inocentes. Y no sólo le has abierto la puerta, sino que le has invitado, y le has dado dinero encima para que viniese a ejercer entre los tuyos su negro oficio de corromper. ¡Infeliz! - Pero vos, señor, anatematizando los malos periódicos, parece envolvéis en vuestra excomunión mayor a todos indistintamente. El género abunda, habéis dicho; ¿cómo he de distinguir, pues, el legítimo del averiado? ¿Qué marca distingue a ese contrabando? - La pregunta o las preguntas están, lector amigo, muy en su lugar. Ten alguna paciencia, y sobre esto voy a decirte en este Opúsculo cosas curiosas. Aquí verás pintados con sus pelos y señales los malos periódicos, de quienes debes guardarte como del mismo diablo que en ellos te viniese empapelado!



II.


Acabo de prometerte algunas señas con que distinguir fácilmente a los periódicos de buena ley de los perversos o averiados. Tarea importante y de urgente necesidad en los tiempos en que vivimos, pero también enojosa hasta cierto punto, y repugnante y antipática según como se la considere. A más de cuatro lectores les veo torcer el gesto, y arrugar la frente doliéndose de que un periodista (que lo soy, aunque indigno) se meta a acusador de algunos de sus colegas, denunciándolos a la opinión pública como sospechosos, y excitando contra ellos la indignación de las gentes honradas. Tremenda es la imputación, y bastara ella sola para que soltase yo al momento la pluma cual si quemase mis dedos, a no estar persuadido, y mucho, de que no me coge de frente ni de través el feo dictado de delator. No, porque no voy a designar personas: ni siquiera nombraré periódicos determinados. Si alguno por desgracia se halla comprendido entre los que yo reprobaré como detestables, conste que no soy yo quien tengo la culpa. En su mano está no caer bajo la censura de los que como yo reprueban con franqueza lo que merece ser reprobado. Los malos periódicos se dividen en dos clases: la de los descarados y la de los hipócritas. La primera es poco abundante, y por muchas razones la menos temible. La segunda es numerosa, y por distintos conceptos la más funesta. Descarados: llamo así a los que paladinamente y sin rebozo manifiestan el plan de combatir la Religión y las buenas costumbres. Los tales suelen negar claramente a Dios, a Cristo y a la Iglesia; en Religión suelen ser ateos, en moral sensualistas, en política demagogos, en economía apóstoles del Socialismo. El odio a Dios y el odio a la sociedad suelen ser las musas ocultas que inspiran sus venenosos artículos: la obscenidad y el escándalo su salsa y sus recursos oratorios. No se sabe de ellos a punto fijo si corrompen las costumbres para extraviar las inteligencias, o si, viceversa, pervierten las inteligencias para corromper las costumbres: de tal suerte andan allí a una revueltos el error y la inmoralidad. No es simpática esta especie; su deformidad la hace repugnante aun a los más desalmados. Los que con tales armas procuran combatir la Religión y la moral se muestran verdaderos aprendices en el oficio; suelen ser jóvenes inexpertos, o viejos a quienes el furor ciega hasta el punto de desconocer los más triviales rudimentos de la estrategia. Acostumbran aparecer únicamente en épocas de público trastorno; no escriben para la discusión, ni siquiera para la lectura sosegada, sino para producir la impresión del momento, o para desahogar la bilis largo tiempo comprimida. Se les conoce hasta por el título, y respecto de ellos es imposible la equivocación. Su vida suele ser corta: agotado el diccionario de los insultos y de las desvergüenzas, vuelven como la serpiente al antro de donde salieron, sin dejar al parecer rastro ni huella. ¿Quién no ha tenido la desgracia de alcanzar alguno o algunos de estos periódicos en los últimos años? ¿Quién no los ha leído con verdadero estremecimiento, cual si el veneno que de sus columnas chorrea debiese matar con solo el contacto? Todavía circulan entre nosotros tales monstruos de perversidad, introduciéndose con preferencia en el taller del pobre, porque saben que la víctima está allí más desprevenida, y la caza es por consiguiente más segura.


¡Rasgad, rasgad, hijos del pueblo. la pagina impía que os dice lo que jamás en vuestra vida quisierais oírles a vuestros hijos y a vuestra mujer!, ¡rasgad el papel infame que intenta haceros felices predicandoos el odio como único sentimiento digno de vuestro corazón! He paseado mis ojos con horror por estas producciones de infierno, y no he podido hallar otra palabra con que compendiar sus horribles doctrinas que esta: aborrecer. Aborrecer a Dios, porque refrena mi fiero antojo; aborrecer a la Iglesia, porque me habla de Dios; aborrecer a la Autoridad, porque me obliga a obedecer la ley; aborrecer a los ricos, porque no he sabido o no he podido hacerme del número de ellos. Aborrecer, en una palabra, todo lo que sobrepuje de una línea el bajo nivel de mis ruines sentimientos. ¡Y eso a título de dignidad, de emancipación social y de no sé cuántas otras cosas! ¡Y con esto se pretende educar al pueblo, ilustrarle, ennoblecerle, redimirle, emanciparle! ¡Falsos apóstoles! ¡Mirad vuestra obra! Mirad los pueblos modernos sin Dios y sin ley, desgarrándose a sí mismos las entrañas en el ciego delirio de la desesperación provocada por tantos años de lectura subversiva! Y el ariete que ha logrado conmover hasta los cimientos el poderoso edificio, no lo dudéis, es en primer lugar el periódico ruin. Pero no es sólo al periódico descarado a quien hay que hacer merecida justicia. Le cabe la parte peor, por su mayor grado de perversidad, al periódico hipócrita.



III.


El periódico malo por excelencia es el periódico hipócrita. La casta abunda; señal evidente de que el enemigo ha conocido desde lejanos tiempos ser ésta el arma más poderosa que podía esgrimir contra la verdad. El periódico impío es arrojado con desdén ó con indignación por el hombre a quien las pasiones ó los errores no han acabado de corromper completamente; de donde se sigue que, por regla general, el lector de un periódico descaradamente perverso poco tiene ya que perder en punto a moralidad y sanas creencias. No así el periódico hipócrita. Este es una celada, un lazo constantemente tendido a la gente de bien; es una emboscada pérfida escondida al abrigo de frases moderadas, y quizás, quizás devotas y compungidas; es una arma cargada con pólvora sorda que hiere y mata sin ruido, sin que la víctima haya podido muchas veces precaverse, y, lo que es peor, sin que frecuentemente ella misma se aperciba del daño recibido. El efecto del periódico hipócrita es lento como el de ciertos venenos que debilitan paulatinamente, y dan al estrago que causan todas las apariencias de una enfermedad natural. El desdichado que de buena fe traga diariamente la toma funesta que cautelosamente le va administrando desde su redacción un enemigo sagaz, siente entibiarse insensiblemente sus creencias; el fervor de otros días va pareciéndole exageración mujeril; los generosos arranques del alma cristiana le parecen ya rasgos de grosera intolerancia. El mísero envenenado no acierta a ver la mano infame que va apagando en su corazón todo el fuego de las convicciones arraiga-, das, para darle en su lugar cierta condescendencia (hoy muy en boga) con todas las opiniones, que así empieza a llamar él a las creencias; cierto justo medio como excelente criterio en todas lis polémicas; ciertos respetos por los derechos del libre pensamiento, no muy avenidos con la caridad evangélica que manda, sí, amar a los adversarios, pero también aborrecer con odio cordial sus perniciosos errores, y detestarlos y combatirlos sin tregua. La sociedad actual, atosigada por el influjo de los periódicos hipócritas, débeles, lectores míos, su decaimiento moral, su falta de convicciones sinceras, su profunda indiferencia para todo lo que no sea cuestión de intereses materiales. ¡Ah! ¡pluguiese al cielo que todos los periódicos hostiles a la verdad estampasen cada día al frente de sus números el satánico «guerra a Dios,» que sólo unos pocos han tenido la franqueza de proferir! ¡Cuántos espíritus hoy traidoramente seducidos, rasgarían con horror el impío artículo que hoy sin escrúpulo devoran! ¿Por qué no han de tener nuestros enemigos la franqueza del mal, corno tenemos nosotros la franqueza del bien? ¿Por qué? ¿Quieres saberlo, lector? Apuntado te lo dejé hace poco. Porque el diablo, que es muy listo, porque es muy viejo, sabe de estrategia como cien Moltkes y mucho más. Medrado estoy, señor mío, y ahí donde me ve, póneme vuestra merced con esta advertencia en muy buen aprieto. Si tan listo y tan disfrazado anda culebreando el enemigo entre nosotros, ser a cosa de que andemos los hijos del pueblo siempre recelosos y desconfiados, sin atrevernos a tender la mano a periódico alguno que no muestre antes el visto bueno del fiscal eclesiástico. ¡Y digo! ¡bonitos están los tiempos para censuras y fiscales! Al vapor se escriben los periódicos, y al vapor me los venden o me los dan en plazas y paseos, y léolos yo al vapor, sin tener tiempo de meterme en profundas investigaciones. Y luego, si el veneno anda allí tan desleído o tan azucarado, ¿quién diablos se libra de él, como no tenga muy finos paladar y olfato? ¿Decididamente quieres, lector sencillo, algunas reglas prácticas para discernir en lo posible a los enemigos de los amigos en este campo de batalla de la prensa periódica? Vaya en gracia, pues; voy a ser franco, y, como dice el refrán, a quien Dios se la diere San Pedro se la bendiga.



IV.


¿Quién es capaz de describir el periódico hipócrita? ¿A quién se le ocurrirán, para presentarlos en lista, los mil y un disfraces de que echa mano cada día para seducir a los incautos y obtener entre ellos cierto crédito de honradez, cierta reputación católica que le permita ser introducido como amigo allí donde precisamente desea ejercer en mayor grado su maléfica influencia? ¿Quién podrá enumerar las fervientes protestas de religiosidad (a toda prueba), de sumisión a la Iglesia, de respeto a su Cabeza, que constituyen tal vez la máscara de sus siniestras intenciones? Voy a describirte, lector curiosísimo, dos tipos de esta familia infernal: en ellos verás reunidos los rasgos y distintivos que caracterizan a todos los demás. Como en todos los ramos de la humana industria, hay aquí una división que señalar; la de los torpes y la de los hábiles. El hipócrita torpe se conoce a la legua; a cada paso que da levántasele por su descuido una punta u otra del disfraz, y descubre sus interioridades. El hipócrita hábil es más reservado; rara vez se le coge desprevenido; hay que sorprenderle con gran cautela, hay que observarle por mucho tiempo y con gran detención, haciéndose cargo de todos sus detalles, para llegar a conocerte al través del antifaz. ¡Mírale al hipócrita torpe! Encabeza su número con las Cuarenta Horas, Corte de María y Santos del calendario. Tiene su sección de anuncios religiosos, e inserta con frecuencia descripciones de los actos del culto más extraordinarios. Esto es el barniz, la máscara, la saya de fraile que le cubren. ¿Quieres ver el rostro verdadero y los cuernecitos de Satanás asomando debajo del negro capuz? Lee la gacetilla, las correspondencias, el fondo; a caza siempre de anécdotas que puedan poner en ridículo el buen nombre de un ministro del altar; elogios a todas horas para toda disposición legal que tienda a mermar la legítima influencia de la Iglesia sobre la sociedad; en todo conflicto entre la Iglesia y la Revolución siempre dando su voto favorable a la Revolución y condenando las demasías (así las llama) de la Iglesia. Abogado incansable del matrimonio civil que la Iglesia ha condenado; campeón decidido de la inicua desamortización que tiende a envilecer la obra de Dios; rabioso enemigo de las Órdenes religiosas, que son las niñas de los ojos del Catolicismo, no hay patraña que no invente, ni escándalo que no propale, ni calumnia que no halle acogida en sus desvergonzadas columnas. Uno de los tales difamó un día en una de sus correspondencias a dos ilustres Comunidades de Paris. Si lo que en aquella asquerosa página se dijo de ilustres señoras y de distinguidos caballeros se hubiese dicho de la madre y de la esposa y de las hijas del periodista, éste hubiera acudido a los tribunales o hubiera desafiado a muerte al autor de tan grosera villanía. Pero como el ultrajante es un periódico, y los ultrajados visten hábito de Religión, el que autorizó en el suyo la vil calumnia paseaba tranquilamente y sin rubor por las calles como los demás hombres honrados. En nombre de la moral, siquiera sea la universal o revolucionaria, en nombre del decoro público, en nombre del derecho que tiene cada uno a su fama, lo digo hoy en alta voz para que todos me oigan y para arrancarles la ilusión a muchos crédulos lectores. ¡Las Cuarenta Horas, el Santo del día, la visita de la Corte y los anuncios religiosos del que así se porta, no son sino máscara torpe y mal disimulada del odio más feroz contra el Catolicismo! O sino, dígaseme con lealtad y franqueza: ¿se puede ser católico y andar espiando, acechando, aprovechando a todas horas todas las ocasiones de vilipendiar y hacer una guerra mortal al Catolicismo? ¿Se puede ser católico y cantarle todo el día el trágala a la Iglesia de Dios? ¿Se puede ser católico y estar cada día al lado de sus enemigos en esta fiera lucha que está sosteniendo hoy de un confín a otro de Europa? ¿Se puede ser católico y poner en ridículo la convocación del sagrado Concilio antes de reunirse, y burlarse de su suprema autoridad una vez reunido, y declarar guerra sin cuartel al sus decisiones después de promulgadas? ¿Se puede ser católico con estas condiciones? Puede que sí, pero no de nuestro Catolicismo, no del Catolicismo del Papa, no del Catolicismo de Cristo-Dios. La falta de habilidad de algunos de nuestros cofrades en este particular raya en lo increíble: en Semana Santa, para condescender con el sentimiento dominante en aquellos días de Religión, cantan plañideras endechas a la muerte del Salvador y dedican artículos lacrimatorios a su santa Pasión en aquellas mismísimas columnas en que ultrajaron días antes a la Iglesia fundada a costa de la preciosísima Sangre derramada por aquel mismo Salvador en aquella Pasión misma. Cargue el diablo con tanta piedad y con tan desacostumbrados fervores. A mí sólo se me antoja citar ahora un recuerdo que le viene a mi asunto como un cirio a un altar. Cuando Satanás en las vidas de los Padres del desierto se transformaba en austero solitario para seducir a aquellos insignes penitentes, lo hacía a las mil maravillas; oraba con ellos, y aun tal vez les ayudaba a cantar su mística salmodia. Pero rara vez se engañaban aquellos varones de santa memoria. Pronunciaban el nombre de Jesús, y a ese poderoso conjuro perdía la calma el maligno disfrazado, y se marchaba, rabo entre piernas, asordando la soledad con sus terribles aullidos. Los católicos de hoy tenemos una palabra poderosa con que arrancar máscaras a Satanás cuando se nos presente en habito de periodista católico. Echadle a las barbas la palabra Papa. Ese santo vocablo le abrasa la piel, como al diablo el agua bendita. Le veréis enfurecerse, perder en un punto los estribos, soltar la blasfemia revolucionaria. Entonces habéis logrado vuestro intento : habéis descubierto, como dice el refrán, que «bajo del sayal hay al.» Habréis echado por el suelo la careta de un hipócrita torpemente disfrazado. Pero, ¿y la del que se disfraza con habilidad?



V.


Te puse de manifiesto las trampas y bellaquerías del periódico hipócrita torpe; ¿cuántas veces habrás tenido ocasión de ver aplicadas en la práctica las observaciones que te hice? No es de los tales de quienes voy a hablarte ahora. Dejemos ya en paz y honrosamente retratados a los periódicos hipócritas torpes. Quiero ocuparme del periódico hipócrita hábil. Es difícil de retratar. Por más que se le aplique cien veces la máquina fotográfica, tiene tal destreza en ladearse, y toma tantas y tan variadas actitudes, que no se sabe por donde cogerle. Es necesario hallarle desprevenido, y esto sucede poquísimas veces, porque es hábil. Así que difícilmente puede darse con exactitud su perfil; bastante se hará con apoderarse de alguno de sus rasgos más salientes, para que sirva como de contraseña para reconocerle. La máscara del periódico hipócrita hábil suele ser en primer lugar la moderación. Vean Vds.: es moderado, templado y comedido hasta en la defensa de su fe atacada con frenesí y furor por sus enemigos. En el asalto de una combatida fortaleza él no se pondría de parte de los sitiadores, no, más se limitaría a recomendar la calma, la moderación y la templanza a los combatidos. A los primeros no les vituperaría la fiereza del ataque; ¿por ventura no están en su derecho legal? Pero a los defensores les tacharía de execrable sinrazón el vigor de la defensa. Una Revista salía a luz en España poco antes de la última Revolución. No quería pasar por anticatólica. Estaba magistralmente pensada y magistralmente escrita. Águilas de ojeada muy certera descubrieron en ella, al través de sus habilidades, el odio más profundo al Catolicismo. No se engañaron. Al romper la Revolución sus diques, los autores de aquellos sesudos artículos fueron los que hicieron derramar las primeras lágrimas a la Iglesia española. Eran hipócritas hábiles. El tipo que estoy sacando a la vergüenza suele tener, en segundo lugar, una palabrita que es la clave de todas sus operaciones y el secreto de todos sus equilibrios en la cuerda floja. Esta palabra dulce, blanda, acomodaticia, es la gran palabra de hoy, la gran palabra del siglo, la palabra compendio de todo el sistema filosófico de ciertas gentes. Esta palabra no es nombre, ni es verbo; es una simple conjunción, que ningún gramático reaccionario hubiese soñado llegase a tener con el tiempo tal importancia. Esta palabra mágica es el pero. Un pero, soltado a tiempo y con habilidad, es el admirable comodín con que se sale de todos los apuros y se contenta a todo el mundo. Con él se puede hacer, no como Jano, cara a dos, sino cara a ciento, como no imaginó jamás la mitología. Con un buen pero se unen cosas al parecer perpetuamente irreconciliables, como son el espíritu católico y el espíritu revolucionario, el amor a la Iglesia y el entusiasmo por sus opresores, etc. Se puede decir, como se decía no ha mucho: El Papa está en su derecho de convocar el Concilio, pero no conoce que los tiempos no están para eso. Lo de Víctor Manuel es una villanía, Pero el Non possumus del Papa es una terquedad. La Iglesia ha sido la gran civilizadora del mundo, pero en el siglo actual no debiera oponerse a la corriente de las ideas. La unidad católica es gran bien, pero no por eso queremos la intolerancia. ¿Quién no ha leído estas y otras frases por el estilo? ¿Quién no conoce a alguno o algunos de estos periódicos sabios, que se erigen en intermediarios y amigables componedores entre la Iglesia y Satanás, dando lecciones al uno y otro, y lamentando melodramáticamente que por no seguir sus prudentes consejos se perjudique a la causa de la fe, que ellos indudablemente defenderían mejor que los mismos encargados de defenderla ?¿Qué es un catolicismo con peros sino un catolicismo que es un catolicismo mutilado, sino un catolicismo falso? ¡Maldito pero, gran encubridor de traiciones y apostasías! En tercer lugar (y van tres señas), el periódico hipócrita hábil suele tener gran horror a llamarse católico a secas. No le importa que le llamen católico, con tal que se le añada algún calificativo que disminuya ó temple la acidez y crudeza de esta palabra. Así sucede con los que nunca se dejan llamar sencillamente católicos, sino católicos liberales, católicos ilustrados, etc. Notadlo bien. Pues se han fijado en esta particularidad, y no obstante es un dato importantísimo. ¿Cuál puede ser la causa de este empeño tenaz en apropiarse un catolicismo distinto del de los demás católicos? ¡Cuánto me extendería sobre este particular! Conste sólo que no hay más que un Catolicismo; el que además de esta divisa, que lo dice todo, quiere distinguirse en Religión con otra, ha de hacerse por necesidad sospechoso a sus hermanos. Derecho da para que se dude si tiene la fe de todos el que rehúsa llamarse sencillamente con el apellido de todos.


¡Lastima grande que no muchas veces se nos presenten envueltos en este odioso grupo, no sólo los hipócritas, sino también sus víctimas; no sólo los seductores, sí que los seducidos. Efectivamente. Sucede con frecuencia que con la mayor buena fe hacen causa común con los hipócritas hábiles muchos de cuyas sanas intenciones es imposible dudar. Instrumentos inconscientes de una vasta conspiración anticristiana, dan muestra en ciertos momentos de verdadero amor a la santa causa que defendemos, y se baten por ella como bravos. ¿No es por lo mismo más sensible verlos separados en otros casos de la corriente genuinamente católi-ca, y miserablemente envueltos en el tropel de sus enemigos? ¿No es ésta la historia de algunos hombres brillantes de quienes no se sabe a punto fijo si son mayores los servicios que han prestado a la Iglesia católica o las alegrías que han dado a sus enemigos? Buena fe que podrá excusar sus almas ante el tribunal terrible de Dios, pero que no será menos peligrosa para la de sus prójimos que el furor de los más descreídos. Guárdate de unos y otros, pueblo mío; los rasgos que bien o mal te he dibujado, no te dejarán engañar. Recuerda a todas horas para tu provecho y para el de tus hijos, que el periódico impío, bien pertenezca al grupo de los descarados, bien al de los hipócritas hábiles o torpes, es siempre tu peor enemigo. Es el arma privilegiada de Luzbel en el presente siglo. Es el gran conductor eléctrico de toda la electricidad infernal que conmueve en estos días al mundo. Quítense los periódicos impíos, y el mal habrá perdido en un momento sus más decididos apóstoles, y la sociedad civil sus más poderosos agitadores, y la familia cristiana el ariete que a todas horas la está sacudiendo y que acabará por cuartearla. Por eso he dedicado a tan importante materia esos breves parrafillos.



P. Félix Sardá y Salvany





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