jueves, 1 de septiembre de 2011

“Nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti” - Mons. Antonio Marino

Nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti”
(San Agustín Obispo, Confesiones)
Mons. Antonio Marino


Homilía del Sr. Obispo de Mar del Plata correspondiente al Domingo 28 de Agosto del 2011, fiesta de san Agustín de Hipona, en la Parroquia Nuestra Señora de Fátima de la Orden de los Padres Agustinos Recoletos.


Queridos hermanos:

La Orden de los Padres Agustinos Recoletos festeja hoy con santo regocijo a su padre y patrono, San Agustín. Es por esta razón que en esta parroquia regida por estos religiosos, celebramos la Misa propia del santo, pese a la coincidencia con el día del Señor. Agradezco al P. Darío Quintana (querido exalumno) y al P. Alejandro por su cordial invitación.

San Agustín es un verdadero gigante en la historia de la Iglesia. Más aún, podemos decir en la historia de occidente. Sin duda, el más grande entre los Padres de la Iglesia latina. Un gigante que sigue teniendo mucho para decirnos a nosotros, tan alejados de él por el tiempo transcurrido. Al leer el libro de sus Confesiones, descubrimos que, a pesar de los siglos que nos separan de él, sigue siendo una personalidad entrañable, a quien sentimos bien próxima a nosotros y casi atemporal.

En él se dio una conjunción admirable del artista, del intelectual, del pastor de almas y del santo. Fue, en efecto, el artista sensible, para quien la belleza suprema era un poderoso imán; el intelectual de “corazón inquieto” y de pasmosa agudeza, sediento de verdad, que supo remontarse hasta el Dios uno y trino, fuente primera de toda verdad, para descansar finalmente en ella. Fue igualmente el pastor de almas, modelo de caridad pastoral y celo apostólico, cuyo ejemplo nos sigue estimulando. En su vida y en sus obras, se nos muestra como el santo enamorado de Dios, o más bien vencido por su amor. Su santidad personal se nutre de una búsqueda incesante de la verdad y la belleza, de cuya contemplación vive, y que él convierte en alimento de sus fieles.

Escuchémoslo en una de sus muchas elevaciones: “¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche” (Conf. L.7,10,16).

Su doctrina no puede ser calificada sino como eminente y de perpetua vigencia. En sus obras se refleja la sabiduría de la antigüedad clásica y la tradición eclesial, y al mismo tiempo, esas obras serían la base de todo lo que seguiría en las reflexiones teológicas del occidente latino, que tendrían en él hasta nuestros días una referencia obligada.

Nació en el norte del África romana el 13 de noviembre del año 354, de padre pagano, llamado Patricio, luego convertido, y de una madre fervorosa en su fe cristiana, a quien conocemos y veneramos como Santa Mónica, quien lo educó en la fe. Tenía un hermano y una hermana, igualmente orientados por Mónica.

De joven quedó atraído por la figura de Jesús y entró en el catecumenado, que luego abandonará. En plena adolescencia, su fe se fue alejando de la doctrina y de la práctica eclesial. Ambicionaba alcanzar sabiduría y la buscaba en la filosofía. Quería unir la figura de Jesús con su búsqueda intelectual. Leyó la Biblia, pero sus relatos realistas, que incluían guerras y miserias de los hombres, no lo satisfacían. Buscaba una religión distinta.

Este debate interior y estas actitudes de rebeldía respecto de la religión católica, acercan su figura a la situación y a las reacciones de muchos jóvenes de hoy, que buscan realizar sus vidas por caminos conformes a sus deseos subjetivos. En su búsqueda termina adhiriendo a la secta de los maniqueos, una forma herética de cristianismo, que postulaba dos principios explicativos de la realidad, uno bueno y otro malo. Y así andará por muchos años extraviado en su vida intelectual y moral.

Se unió por mucho tiempo a una mujer, sin casarse con ella, y de la cual tuvo un hijo, Adeodato, a quien quiso mucho y que años más tarde estaría presente en el bautismo del propio Agustín. El muchacho murió muy joven.

Agustín, todavía en su primera juventud, emprendió una carrera intelectual propia de la época, destacándose siempre en su trayectoria. De a poco se fue distanciando de los maniqueos. Sus inquietudes intelectuales lo llevaron a Roma y luego a Milán. Atraído por la fama de San Ambrosio, obispo de esa sede, comenzó a escucharlo, primero por interés en su capacidad retórica y luego por el atractivo de su figura que le llegaba al corazón.

Gracias a las predicaciones de este santo obispo, lo que antes rechazaba en las Escrituras, ahora se le iluminaba. Sentía que sus exigencias racionales podían armonizarse con la fe en Jesucristo. Éste era el Verbo que juntaba en sí la razón humana y la revelación divina. La lectura de las Sagradas Escrituras, y en especial de las cartas de San Pablo, le aportaron la luz que finalmente lo llevarían a su conversión el día 15 de agosto del año 386.

Junto con su madre Mónica, su hijo Adeodato y algunos amigos, se retiró a la soledad para prepararse a recibir el bautismo de manos del gran obispo San Ambrosio. Esto ocurrió el 24 de abril del año 387, en la catedral de Milán, durante la Vigilia pascual.

En el libro de las Confesiones expresa su nuevo estado como un cambio donde las facultades sensibles quedan transfiguradas: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba (…). Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo (…). Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste y deseé con ansia la paz que procede de ti” (Conf. L.10,27,38).

Ya bautizado y finalmente miembro de la Iglesia Católica, para alegría de su madre Mónica, quien nunca dejó de orar por su conversión, resuelve regresar a África para iniciar con sus amigos la experiencia monástica. De paso por Ostia, cerca de Roma, experimenta el dolor de la muerte de su madre.

En su patria, en el norte de África, se establece en Hipona donde funda un monasterio. Deseaba con todas sus fuerzas dedicarse a la oración, al estudio de la verdad y a la predicación. No se sentía llamado a la vida pastoral, a la que, sin embargo, lo llamará su obispo, quien lo ordenará de presbítero en el año 391.

Agustín irá entendiendo que Dios tenía otros planes. De hecho, cuatro años después será elegido obispo de Hipona, y Dios le concederá desplegar una actividad sorprendente como buen pastor que supo aunar en su personalidad el cuidado más solícito y efectivo por el rebaño confiado, junto con la más profunda actividad literaria, que dará origen a un cuerpo doctrinal de enormes dimensiones, del que vivieron los siglos medievales y del que la Iglesia se sigue alimentando hasta hoy.

Contemplativo y apóstol, deseoso de soledad y de estudio, y entregado como pocos a la actividad apostólica. La Iglesia fue su pasión. Ocuparse de pobres y desamparados, formar al clero, organizar la vida monástica femenina y masculina, predicar con frecuencia a su pueblo, combatir las herejías más en boga como el maniqueísmo, el donatismo y el pelagianismo: tal fue su ocupación cotidiana durante los más de treinta y cinco años de episcopado hasta la fecha de su muerte ocurrida un día como hoy, 28 de agosto del año 430, antes de cumplir setenta y seis años. Desde hacía tres meses los vándalos asediaban su ciudad de Hipona.

Imposible, en el espacio de una simple homilía, dar cuenta, aunque sea aproximada, de la riqueza y trascendencia de su figura para la Iglesia y para el mundo. No es nuestro propósito. Sólo he pensado que recorrer con brevedad su vida puede convertirse en alabanza de Dios por el regalo inmenso hecho a toda la Iglesia en su persona.

Podríamos perdernos recordando al teólogo sublime que abarcó los temas esenciales de la doctrina sagrada, tanto como al catequista de los principiantes; al maestro de oración, como al pastor realista y creativo; al artista buscador de belleza y al intelectual sediento de verdad; al monje que deseaba iniciar la eternidad en el tiempo y al hombre sensible a los problemas de su época.

Me detengo, por último, en un aspecto que nuestra cultura contemporánea ha exaltado hasta el paroxismo, y también deformado en su genuina comprensión: la libertad. A la luz de su rica experiencia de conversión, y en su lúcida comprensión de la doctrina de Cristo (Jn 8, 31-32. 36), prolongada en las reflexiones de San Pablo (Rom 7, 14 - 8, 2), él nos enseñará como nadie una de las paradojas centrales del cristianismo: nuestra libertad necesita ser liberada, pues creyéndonos libres obramos como esclavos. Nuestra cultura, marcada por un fuerte subjetivismo, convierte en derechos nuestros deseos e impulsos subjetivos, tantas veces desordenados y sin referencia a una verdad objetiva. Ante este panorama, San Agustín vuelve a brillar como el doctor de la gracia que nos hace libres.

Escuchemos al santo doctor: “La primera libertad es, pues, no tener delitos (…). Cuando el hombre empieza a no tener delitos (…) comienza a levantar la cabeza hacia la libertad” (In Ioan. Ev. 41,10). Pero sabe San Agustín que el hombre es de suyo incapaz de obrar el bien en forma coherente si la gracia de Cristo no lo libera. Como nadie entenderá la enseñanza del Maestro: “Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres... Por eso, si el Hijo los libera, ustedes serán realmente libres” (Jn 8, 31-32. 36). Por eso, acuñará sus frases lapidarias: “Se nos ha dado la ley, para que pidiéramos la gracia. Se nos ha dado la gracia, para que cumpliéramos la ley” (De Spiritu et littera 19,34). Y puesto que sabe que la salud y la libertad del hombre consisten en recuperar su capacidad de amar, dirá: “Ama, y haz lo que quieras” (In epist. Ioan. 7, 8).

Que la Virgen Santísima, a quien nuestro santo doctor amó y enseñó a amar y a admirar como madre y modelo de la Iglesia, interceda por esta comunidad de los Agustinos Recoletos y por todos nosotros, para que siguiendo sus enseñanzas demos ante el mundo testimonio de la verdadera libertad que nos ha otorgado Jesucristo.



+ Antonio Marino
Obispo de Mar del Plata



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